A mediados del siglo XIX, todos los territorios localizados en el suroriente colombiano se encontraban cubiertos por grandes selvas tropicales: el gran territorio del Caquetá —surcado por grandes ríos que descienden sinuosa y lentamente desde los Andes hasta verter sus aguas en el majestuoso río de las Amazonas—estaba en su mayoría habitado por comunidades nativas que hablaban diversas lenguas.
Un censo del año 1849 estimaba la población de "racionales" —como se designaba a los funcionarios, comerciantes y colonos— de esta región en 242 personas; los indios "civilizados", es decir aquellos en alguna forma influidos por las misiones católicas, localizados sobre todo en el alto Putumayo, se estimaban en 16.549; la mayor parte del territorio estaba habitado por gentes que los censos describían de forma etnocéntrica como "salvajes", "antropófagos" e "irracionales", grupos que vagaban por el bosque y cuyo número se desconocía.
Esta situación era palpable en la zona más oriental del territorio, cuyas sociedades indígenas se encontraban en realidad casi al margen de todo proyecto estatal y "civilizador". La Comarca de Araracuara (definida como la región comprendida entre el salto de Araracuara y los chorros de Cupatí, en las cercanías de la actual población de La Pedrera, en la frontera con el Brasil) era un verdadero territorio de refugio, visitado esporádicamente por comerciantes brasileros que ascendían el Yapurá (Caquetá) desde Tefé, en el Amazonas, en precarias embarcaciones para capturar esclavos indígenas o rescatarlos, a cambio de hachas y otros instrumentos de trabajo.
En el río Putumayo se mantenía un precario comercio fluvial, alimentado por los productos que los indios de Sibundoy llevaban por los estrechos senderos que cortaban el filo de las montañas y por los comerciantes portugueses que ascendían este río practicando el comercio de esclavos indígenas que luego vendían en las aldeas brasileras del medio Amazonas.
LA FIEBRE DE LA QUINA
La relativa "tranquilidad" de la región se vio afectada por la "fiebre de la quina", que desde 1850 a 1882 se apoderó de diversas regiones de Colombia. En 1878, la Casa Elías Reyes y Hermanos inició operaciones en el piedemonte colombiano, en una vasta región que abarcaba parte de la bota caucana y los ríos Caquetá y Putumayo. Con la ayuda de indígenas de la región y de trabajadores migrantes del Tolima, Nariño y Boyacá, derribaban los árboles de quina y extraían su corteza. Mocoa era el epicentro de su actividad; allí se concentraba la quina, antes de transportarla a "lomo de indio" hasta Puerto Sofía, con el fin de enviarla en barcos de vapor con destino al Amazonas.
Julio César Arana,
Jefe de la Casa Arana
Jefe de la Casa Arana
Pocos años antes, en 1874, uno de los socios de la Compañía, el futuro presidente Rafael Reyes, había conseguido por parte del emperador del Brasil la concesión para navegar en buques de vapor el Amazonas y de esta forma poder comercializar la corteza de la quina. Los barcos regresaban del Brasil llenos de mercancía, y debían durante su recorrido por los 1.800 km del Putumayo detenerse en diversas localidades nativas para aprovisionarse de leña, dejando a su paso mercancías, pero también epidemias desconocidas para los indios.
Lizardo Arana,
Hermano y socio de J. C. Arana.
Hermano y socio de J. C. Arana.
La caída del precio internacional de la quina en 1884 fue una verdadera calamidad para la empresa: se vio forzada a abandonar sus campamentos, trochas, puertos y existencia de quina a la voracidad de la selva. Muchos de sus antiguos empleados migraron, pero de esta verdadera hojarasca algunos permanecerían enmaniguados o atentos a la posibilidad de otra aventura, esta vez alrededor de la explotación del caucho negro o Castilloa, que prometía ser de veras un próspero negocio.
EL BOOM DEL CAUCHO
En el Amazonas, en realidad, la fiebre del caucho había empezado algunas décadas atrás, cuando en el Brasil se inició de forma sistemática la explotación del látex de Hevea brasiliensis, o siringa, para suplir la creciente demanda de caucho natural por parte de grandes industrias de Estados Unidos, Inglaterra, Francia y otros países europeos. La masificación del neumático para bicicletas y luego su aplicación a gran escala en la industria automotriz, telecomunicaciones (cables submarinos), medicina y hasta en los zepelines, dispararon, hasta enloquecer, su demanda.
En la Amazonía se organizó una vasta red de extracción y distribución del látex a través del sistema de endeude. Por lo general, una familia se encargaba de extraer el látex por medio de incisiones en la corteza del árbol. Debido a las condiciones ecológicas del bosque, los árboles de caucho se encontraban relativamente dispersos, de manera que el siringuero recorría diariamente diversas trochas para obtener su producto. El trabajador debía entregar la goma a un patrono, llamado siringalista, quien había asumido el riesgo de adelantarle al trabajador alimentos, mercancías, medicamentos y herramientas con la promesa de obtener en retorno el caucho. A su vez, este empresario se había financiado mediante una deuda contraída con una Casa mayor, a la cual a su vez debía entregar el producto. De esta forma, unas pocas Casas controlaban finalmente la operación y se encargaban de vender el látex a ciertas empresas exportadoras localizadas en la ciudad de Belém de Pará, en las bocas del Amazonas.
La bonanza del caucho transformó la cuenca, al multiplicar los contactos y promover la formación de la ciudad de Manaos y la modernización de la vieja ciudad de Belém. En el alto Amazonas, la población de Iquitos se consolidó como el centro de los negocios del caucho peruano.
En este contexto, los sobrevivientes de la crisis de la quina tenían buenas razones para explotar el caucho negro, pero se vieron impelidos a talar los arboles del Castilloa, ya que su productividad y rendimiento eran mucho menor que el Hevea brasiliensis. Cuando el gobierno colombiano intentó prohibir la tala ecocida ——previéndose la desaparición física del Castilloa en unos pocos años—— los caucheros argumentaron que era la única forma de lograr cierta rentabilidad en el negocio, el cual, en efecto, se hacía más costoso dadas las precarias vías de comunicación y las grandes distancias que debían sobrepasar para remontar los Andes y vender, en la ciudad de Neiva, su producto.
Como se había previsto, el Castilloa se agotó rápidamente; los inesperados efectos de la guerra de los Mil Días paralizaron de forma definitiva el negocio al aumentar los costos de las mercancías traídas de Neiva y los riesgos de transporte de la goma. Así que a finales del siglo XIX, los caucheros no tenían otras opciones que migrar hacia el interior, quedarse como colonos del Caquetá, o emprender una nueva ola de extracción de caucho en las regiones más apartadas del oriente colombiano.
CONQUISTA DE LOS UITOTOS
Al este del río Caguán, entre los ríos Caquetá y Putumayo, algunos caucheros entrevieron la existencia de una verdadera "tierra de promisión". Allí no sólo existían grandes existencias de cierto tipo de cauchos, hasta la fecha inexplotados, sino un gran número de comunidades indígenas con un mínimo lazo con la "civilización", que podían ser enganchadas en la explotación del látex.
De esta forma, diversos caucheros penetraron a los ríos Caráparaná, al alto Cahuinarí e Igaráparaná, fundando barracas y campamentos para la explotación del caucho con la ayuda de los indios.
En general, los indígenas vivían en casas colectivas ó malocas, practicaban la agricultura de roza y quema itinerante, cazaban y pescaban, y dedicaban gran parte de su actividad a la vida ritual o ceremonial. Hablaban diversas lenguas ——uitoto, andoque, bora, nonuya, etc.—— y desconocían el español. Por lo común, una maloca estaba dirigida por un hombre cuya autoridad se basaba en el conocimiento del ritual y de la mitología. Como la piedra era escasa en la región, estas gentes apetecían las hachas de acero con las cuales se les posibilitaba abrir huertas o chagras más grandes. Los excedentes de la producción los dedicaban a la realización de rituales y ceremoniales, de manera que bien pudieron decirle al gran etnólogo alemán Theodoro Konrad Preuss, que visitó una comunidad uitoto en 1914: "Trabajamos para bailar".
ORGANIZACIÓN DE LA CASA ARANA
En 1901, el comerciante peruano Julio César Arana entró en negocios con algunos caucheros colombianos de la Colonia Indiana (La Chorrera) para explotar el caucho. Arana había conocido años atrás el Putumayo, negociando y transportando el caucho hacia Iquitos y Manaos, los centros —como se dijo— de la economía gomífera en Perú y Brasil. Sin duda, esto le permitió hacerse a una idea del potencial del Putumayo en el contexto del Amazonas y le abrió sus apetitos por controlar la región.
Indios cargadores uitotos en una colonia de la Casa Arana
En 1903 fundó la Casa Arana y Hermanos, sobre la base de la compra de las instalaciones de La Chorrera, e inició la expansión de su empresa, utilizando incluso la fuerza con el apoyo del ejército peruano. Por entonces, la zona estaba en disputa entre las repúblicas de Colombia y del Perú, de manera que la ocupación de facto era también una manera de reafirmar derechos de soberanía.
Arana organizó en dos grandes distritos su compañía, cuyos centros principales era los barracones del Encanto y La Chorrera. Del primero dependía la extraccción del caucho en el río Caráparaná y sus principales afluentes. La Chorrera, a su vez, tenía jurisdicción sobre todos los barracones de los ríos Igaráparaná y Cahuinarí y sus principales afluentes.
La explotación del caucho natural se organizó en diferentes secciones vinculadas entre sí por trochas y caminos, o por río. En cada una de estas secciones o barracones vivía un capataz con un grupo de "racionales", y algunos "muchachos de servicio", jóvenes indígenas al servicio de los caucheros. Existía también un pequeño grupo de gentes de color traídas de Barbados, que hacían de vigilantes y cocineros, entre otras labores.
De cada una de estas secciones dependían diversas comunidades indígenas, las cuales a través de su jefe o capitán se encargaban de extraer el caucho y llevarlo cada 15 o 20 días a la sección. El barracón estaba conformado por casas de pilotes con techos de palma, en las cuales vivían los capataces y su personal. En la parte baja de la casa se guardaba el caucho, mientras era transportado a La Chorrera o al Encanto, desde donde se desplazaba por río a Iquitos o Manaos. En el ámbito del campamento también sobresalía el cepo, y la casa de muchachos, una especie de maloca donde éstos residían.
Hacia 1907, La Casa Arana era percibida como un modelo de empresa, y en efecto ese mismo año cambió su razón social por Peruvian Amazon Company, con sede en Londres. Arana no sólo era un prospero cauchero, sino un verdadero hombre de patria. En Colombia, sin embargo, la imagen de la Compañía había sido cuestionada desde años atrás, cuando los caucheros colombianos habían solicitado de forma reiterada la protección del gobierno colombiano para defender sus intereses, vulnerados, según su punto de vista, por los atropellos de la mencionada Casa, que no había escatimado esfuerzo alguno para forzarlos a vender sus propiedades o a abandonar sus negocios.
Se dice, con razón, que el gobierno, presidido por el general Reyes, miraba un poco despectivamente la situación como "cosas de caucheros", y uno de sus altos funcionarios representaba los intereses de la Casa en Bogotá.
Un cauchero y sus intérpretes
RÉGIMEN DE ESCLAVITUD
En 1907, un joven ingeniero norteamericano, W. Hardenburg, de paso por el Putumayo, presenció en el Caráparaná el asalto a mano armada de un centro cauchero colombiano por las huestes de Arana, secundadas por el ejército peruano. También fue testigo del trato que recibían los indios y del régimen de tortura a que eran sometidos. En 1909, el periódico londinense Truth publicó su testimonio, bajo el título "El paraíso del diablo". Hardenburg relataba con detalle sus observaciones y otros testimonios que había logrado recoger durante sus meses de estadía en Iquitos; denunció la existencia de un verdadero régimen de esclavitud en el Putumayo, en el cual los indios eran forzados a trabajar, sometidos a la tortura en el cepo y al látigo, expuestos a hambrunas y a las pestes provocadas por las precarias condiciones de trabajo, entre otras formas de represión. La publicación en el periódico londinense desató un escándalo internacional y la apertura de una investigación sobre la situación de la Casa Arana por parte del Foreign Office.
El gobierno británico comisionó a Sir Roger Casement, cónsul inglés en Río de Janeiro, para que investigara en el terreno los hechos. Casement viajó al Putumayo en 1910 y recorrió gran parte del área de La Chorrera. Entrevistó directamente a los trabajadores negros provenientes de Barbados, y constató la situación de los indígenas y el funcionamiento de la Compañía. Presentó ante su gobierno un informe pormenorizado en el cual corroboraba las afirmaciones de Hardenburg. Los indios, según su testimonio, eran forzados a extraer el látex; si no entregaban las cuotas exigidas por los caucheros, eran castigados en el cepo, flagelados y torturados.
Por medio de las "correrías" eran enganchados por la fuerza y la huída era penalizada con la muerte. No se les permitía sembrar sus cultivos tradicionales, sus armas habían sido confiscadas; debían hacer penosas travesías llevando grandes y excesivos cargamentos de caucho hacia los centros de acopio. A cambio se les entregaban ciertas mercancías a precios exorbitantes, e incluso recibían una lata de carne por todo el trabajo de un fábrico (temporada de trabajo del caucho). Los capataces contaban con un grupo de jóvenes indígenas a su servicio, quienes coadyudaban a la supervisión del trabajo y participaban de forma activa en la captura de los fugitivos. El régimen de trabajo —insistía Casement— era un verdadero sistema social fundado en el terror, y provocaría el genocidio total de los indios, si no se tomaban las medidas correctivas adecuadas lo antes posible.
El gobierno británico comisionó a Sir Roger Casement, cónsul inglés en Río de Janeiro, para que investigara en el terreno los hechos. Casement viajó al Putumayo en 1910 y recorrió gran parte del área de La Chorrera. Entrevistó directamente a los trabajadores negros provenientes de Barbados, y constató la situación de los indígenas y el funcionamiento de la Compañía. Presentó ante su gobierno un informe pormenorizado en el cual corroboraba las afirmaciones de Hardenburg. Los indios, según su testimonio, eran forzados a extraer el látex; si no entregaban las cuotas exigidas por los caucheros, eran castigados en el cepo, flagelados y torturados. Por medio de las "correrías" eran enganchados por la fuerza y la huída era penalizada con la muerte. No se les permitía sembrar sus cultivos tradicionales, sus armas habían sido confiscadas; debían hacer penosas travesías llevando grandes y excesivos cargamentos de caucho hacia los centros de acopio. A cambio se les entregaban ciertas mercancías a precios exorbitantes, e incluso recibían una lata de carne por todo el trabajo de un fábrico (temporada de trabajo del caucho). Los capataces contaban con un grupo de jóvenes indígenas a su servicio, quienes coadyudaban a la supervisión del trabajo y participaban de forma activa en la captura de los fugitivos. El régimen de trabajo —insistía Casement— era un verdadero sistema social fundado en el terror, y provocaría el genocidio total de los indios, si no se tomaban las medidas correctivas adecuadas lo antes posible.
Arana y la junta directiva de la Peruvian Amazon Company reaccionaron airadamente, negando los hechos o atribuyéndolos a los antiguos caucheros de procedencia colombiana, aunque con el paso de los meses las nuevas evidencias los llevaron a aceptar los hechos, pero negando su responsabilidad en lo acontecido.
A pesar de las promesas del gobierno peruano de intervenir en el asunto, la situación del Putumayo a principios de la primera década del siglo XX parecía seguir igual. Entonces el gobierno británico, junto con el de Estados Unidos, decidieron publicar sendos dossiers sobre lo acaecido en la región, dando así a la luz pública las investigaciones de Casement y de los cónsules norteamericanos en Iquitos.
En 1912, así mismo, una comisión del Parlamento británico abrió una investigación pública para determinar el grado de responsabilidad de los directivos de la Peruvian Amazon Company.Uno a uno los grandes protagonistas del Putumayo fueron llamados a declarar, entre ellos el gerente general de la misma, Julio César Arana. También fueron convocados Sir Roger Casement, W. Hardenburg y funcionarios y directivos de la Compañía. Pero el estallido de la segunda Guerra Mundial desvió la atención de la opinión pública internacional hacia otras latitudes.
La Casa Arana subsistió hasta finales de la década del treinta, a pesar de las denuncias de José Eustasio Rivera, quien escribiera La vorágine precisamente para denunciar el régimen de opresión que continuaba afectando seriamente la vida de los indios y de muchos caucheros rasos. Pocos años antes del conflicto colombo-peruano (1932), la compañía cauchera peruana desplazó compulsivamenre la población indígena sobreviviente de la hecatombe cauchera hacia el Perú, dejando prácticamente vacío el gran territorio localizado en el actual departamento del Amazonas
"El liberal",uno de los vapores de la flota Arana.