Los Desplazados de la Guerra contra la Drogas | Colombia
Pero las gentes no sólo huyen de guerrillas y autodefensas, sino también de militares que fumigan y controlan territorios en nombre del Plan Colombia o de la Guerra contra las Drogas. “El Plan Colombia, especialmente las fumigaciones contra las plantaciones de coca y el ataque militar contrainsurgente en el sur del país, representa una nueva causa de desplazamiento forzado y refugio que ya se advierte en el departamento del Putumayo y en la zona de frontera con el Ecuador”. El ejercicio de “erradicar” coca o amapola mediante el uso de herbicidas que atentan contra el medio ambiente se ha convertido en uno de los recursos más agresivos contra la población. Más de 1000 hombres y “toda su flotilla aérea” de la policía fue desplegada para “fumigar cultivos ilícitos en el Catatumbo”. La fumigación de 500 hectáreas en Manaure (César) ocasionó la pérdida “de más de 100 hectáreas de cultivos de tomate de árbol, lulo y cebolla” y el desplazamiento de unas 70 familias. A su vez, la fumigación de 7.000 hectáreas de coca “en la Gabarra y las Mercedes” (Norte de Santander) ha dejado “desempleo y hambre porque, además de las matas de coca, el veneno quemó cultivos de plátano, yuca y caña”. Así en el primer trimestre del año 2001, 92.000 personas han tenido que “abandonar sus tierras por la violencia”. Se considera que “La política antinarcóticos basada en la represión de los cultivos ilícitos lleva a nuevas formas de movilidad de estas economías y sus secuelas sociales hacia otros territorios de la región Andina, comprometiendo de paso la reserva ambiental multinacional del Amazonas” .El Plan Colombia es un plan que, como ha afirmado el escritor Carlos Fuentes, “pone en marcha planes militares que ahondan la violencia” y desintegra la estructura de poder de tal manera que “uno se pregunta si sigue habiendo Estado en Colombia...”. Su reflexión se origina en que el Estado colombiano carece de autoridad moral, de autonomía, de control total del territorio y de capacidad para decidir si puede seguir o no envenenando las selvas, los páramos y los cultivos de miles de familias. La Defensoría del Pueblo, la Contraloria General de la Nación, los gobernadores de las regiones más afectadas y, hasta las mismas empresas productoras de Químicos, han protestado contra el empleo de productos fungicidas que atentan contra el medio ambiente y la salud.
Muchos lectores supondrán que los problemas nacionales internos no tienen por qué estar determinados por regímenes hegemónicos de carácter mundial. Pero negar este hecho en la historia de América Latina, sería hacer tábula rasa de una de las verdades más importantes de su presente. La larvada guerra civil que vive Colombia desde 1948 se ha inscrito en proyectos internacionales, principalmente de los de Estados Unidos.
El universo de la marihuana, coca y amapola tienen una incidencia directa sobre los problemas migratorios en Colombia. En primer lugar porque que estas plantas que antes inspiraban a brujos y shamanes o a cantantes de boleros y ritmos tropicales, o a Goethe que veía en la Amapola el rojo de su teoría de los colores, se han convertido en la renta fundamental de miles de campesinos del Amazonas, del Caribe y de los Andes. En segundo lugar, porque los grupos guerrilleros, que un día surgieron como alternativas ideológicas a la “guerra fría”, las han convertido en verdadero banco emisor de recursos económicos para combatir al Estado y al “Plan Colombia”. Es decir que de los “estímulos morales” del viejo socialismo, se pasó a los “estímulos materiales”. Y las guerrillas encontraron en estas plantas inocentes, después de 1989, un recurso financiero que les ha permitido actuar con autonomía frente al Estado Colombiano. Este cambio de los incentivos morales por los materiales se encuentra ligado al cobro de impuestos por cosechar, transformar y comercializar cultivos ilícitos. Los recursos económicos les ha permitido a los grupos en guerra adquirir armamento muy sofisticado. Las FARC han logrado uniformar a 16.529 hombres en el campo y fortalecer las milicias urbanas en las zonas marginales de las grandes ciudades. Su poder militar es tal que demanda la convocatoria de una nueva Constituyente en donde ellos sean el 50% del poder y el otro 50% la clase política tradicional. Quienes no tienen armas y, son escépticos a las propuestas políticas de todos los actores de la guerra, no tendrían espacio en esta nueva forma de Estado. Según uno de los voceros de las FARC “Colombia requiere una constitución democrática y popular” mientras que otro sostiene que para ellos se trata de “...establecer el gobierno que nosotros decidamos por mayoría a través de una Asamblea Constituyente, pero que de verdad nos represente, que erradique para siempre a los partidos tradicionales...”. Pero los partidos políticos son el 35-40% del electorado ¿Será posible su erradicación?
Desgraciadamente en este conflicto no existen prácticas de contención de la guerra mediante políticas de desarrollo social ni de reconversión de la marginalidad en fuerza productiva. El Estado Colombiano sólo sabe de represión militar y presión fiscal para la guerra y el pago de la deuda externa. No existen proyectos alternativos de desarrollo mediante inversión social en educación, políticas de bienestar y financiamiento de empresas comunitarias.
Pero no todo el financiamiento de la guerrilla se genera en los cultivos ilícitos. Ella recurre al secuestro y a la extorsión. Mediante la llamada “Ley 002” dispuso que todos aquellos que posean un patrimonio superior a 1 millón de dólares deben pagar un impuesto equivalente al 10% para financiar la insurgencia. Igualmente obtiene otras rentas de sus inversiones económicas. Es decir que funciona como una gran empresa militar, económica, política y fiscal. Toda esta estrategia ha sido combatida, primero por el Ejército colombiano, el enemigo natural de la insurgencia. Después de 1980, por las llamadas Autodefensas que de la acción defensiva pasaron rápidamente a la ofensiva. Ante la escalada guerrillera, las autodenfensas han crecido en los últimos años hasta llegar a tener un ejército de más de 10 mil combatientes. Las Autodefensas, que operan como una guerrilla de derecha, se financian del mismo modo que las guerrillas de izquierda, más los aportes voluntarios de ganaderos, de tenedores de tierras y de grandes y pequeños comerciantes. Por supuesto que también cobran impuestos de los cultivos ilícitos allí en donde controlan territorios. Es decir que sus mecanismos de operación son tan eficaces como los de la guerrilla. Acusados de ser paramilitares, esta guerrilla de derecha, ha querido ser el soporte militar de la clase media ante la incapacidad del Estado por garantizar la seguridad. Tal vez el éxito más notable de las Farc en la llamadas “conversaciones de paz” es haber conseguido que el Estado abra un nuevo frente de guerra contra sus enemigos más temidos como son las autodefensas. Este nuevo frente militar del Estado le ha brindado a las guerrillas una mayor movilidad y operatividad en su lucha armada.
Por su parte el Estado colombiano no opera como tal, pues depende de las decisiones de los Estados Unidos. Y a estos sólo les interesa fumigar cultivos ilícitos, crear nuevas unidades de combate y fortalecer a las fuerzas militares. Tal es el espíritu del Plan Colombia, monitoreado por todo tipo de autoridades americanas y supervigilado por su Embajada. Un informe especializado escrito para los mismos Estados Unidos diagnostica la necesidad de pensar en una distinción entre contraisurgencia y contranarcóticos, en crear “autodefensas reguladas por el Estado”, en fortalecer la incorporación de nueva tecnología militar y evitar que la fumigación termine por generar apoyos a la guerrilla. Este informe paradójicamente concluye que “El gobierno de Colombia, al aceptar como única la visión de Estados Unidos a cambio de los recursos que éste le proporciona, ha perdido margen de maniobra para desarrollar otras estrategias que pueden ser más convenientes”.
La guerra fría (1948-89) y la guerra contra las drogas han dejado millones de muertos y desplazados en Colombia. Sin embargo, los emigrantes forzados de la guerra fría encontraron una frontera rural y urbana. Allí pudieron tener una seguridad y una oportunidad para rehacer la vida. Pero los emigrados de la “guerra contra las drogas” no tienen fronteras físicas y deambulan como peste sin destino. Entre 1995 y hoy, dos millones y medio de personas han huido de sus tierras y provincias, y en su caminar sólo encuentran territorios de intolerancia. Se dice que entre 1995 y 1999, el 30% de las familias desplazadas “poseía tierras, con o sin título,” con un área promedio de 3 hectáreas. Es decir que 52 mil familias perdieron o vendieron en “condiciones desventajosas” o abandonaron 160 mil hectáreas. Los ejércitos de combatientes los expulsa y el Estado los abandona y les deja expuestos a perder su identidad, a vivir en la nostalgia, a caer en el vicio, y a sobrevivir en un mundo sin retorno. Y lo más paradójico: a tener que ingresar al círculo de la delincuencia, los negocios clandestinos, la emigración a zonas de cultivos ilícitos y a la lucha armada para contribuir a trazar el círculo de este universo de desesperados y desarraigados. Terminan enfrentando a los actores que los desarraigaron introduciéndole al conflicto pasiones y odios irreconciliables. En general, los desplazados “por temor ocultan su condición y engrosan las filas de la violencia”. Otros se pegan en esquinas y calles de las ciudades como si fuesen las primeras lavas de un volcán que anuncian una erupción futura. “El problema de Colombia es una tragedia de proporciones enorme(s), tan grande como cualquier desastre natural”, afirmó un congresista americano. El hecho de que “cada hora llegan a Bogotá 4 desplazados de la violencia” y que en el año 2000 se hayan instalado en esta ciudad 43 mil desplazados, pone de manifiesto la magnitud de un problema social de incalculables consecuencias para el país.
Todos huyen, hombres, mujeres y niños en una diáspora que no recorre como en el siglo XVI el interior del país, sino otros territorios y otras naciones convirtiéndose en una plaga que, como la viruela en el siglo XVIII, es capaz de conmover la tranquilidad pública. Un problema nacional que se ha vuelto internacional. Enfermos de miseria miles de desplazados llegan sin Visa hasta las aldeas globalizadas. Una población, la cual al convertirse en refugiados, queda “expuesta a maltratos y abusos de las fuerzas militares” de países vecinos y amigos, “bajo la consideración de que se trata de narcotraficantes o de colaboradores de los actores armados colombianos”. Entonces son comprensibles las leyes de extranjería cuyas murallas quieren detener los sueños de paz, de vida y de orden de estos desterrados de la guerra. Pero para los refugiados la globalización no opera como un derecho a elegir territorio y aspirar a un trabajo. La globalización es para las mercaderías y para los capitales de las grandes corporaciones. Un día Europa vio en América Latina la residencia del sueño por la libertad y el progreso personal cuando otras guerras, no menos crueles que las nuestras, les negaban el derecho a vivir. América se llenó de hombres honestos, delincuentes y tramposos. Pero ahora, ante el rechazo universal a la libre circulación de fuerza de trabajo, en el hemisferio sur se repite aquel dicho popular de que: “¡Así paga el diablo a quien bien le sirve!”. Lo paradójico es que las nuevas restricciones invitan a una globalización de la criminalidad y la delincuencia común. Tal es la elección de quienes niegan el cambio de la agenda del desarrollo.
Los autores
Todos los problemas aquí esbozados son analizados empíricamente por diversos autores colombianos. No vale la pena repetir sus argumentos ni insistir en los gestos del drama. Basta con leer los testimonios que unos y otros recogen para dibujar una idea sobre las deformaciones de una nación. Su sociedad sufre una guerra inventada por múltiples poderes en un ejercicio caótico de represión y contestación. Las regiones, las familias y la literatura se han visto inundadas por el ruido de quienes caminan en busca de un refugio.
La importancia de la migración y el éxodo no es sólo un fenómeno de población sino que conlleva un compromiso ético de quienes dicen ser herederos de viejos y nuevos humanismos. Colombia merece ser asimilada y apoyada. Pero cuando hablo de Colombia no pienso en sus gobernantes ni en sus herederos políticos, pienso en los que sufren el destierro, en los que sufren en silencio, en los que cohabitan con el luto, en aquellos que añoran la lluvia, un espacio y unos pájaros. Colombia es más que sus diplomáticos, embaucadores silenciosos de la tragedia nacional. Colombia es una herida abierta sobre el mundo. Es una agonía que inunda los Andes, el Caribe y el Amazonas. Todo este patrimonio de vientos, hojas, aves e insectos, todos los ríos de colores con sus peces se han alejado de la vida cotidiana con su sinfonía de sonidos y lenguajes. Es necesario un lugar para volver a reconstruir las palabras y las cosas. Y ese único lugar está aquí, el cual hemos perdido con la complacencia tuya y la mía, mientras los unos hacen de mesías iracundos y los otros nos envenenan el pulmón del mundo.
Universidad Nacional de Colombia
www.megatimes.com.br
www.klimanaturali.org