Batalla de Tacna | Perú
Se imponía una concentración de fuerzas aliadas. Esta se efectuó en Tacna, más fácil de defender que Arica, accesible por mar. Este forzoso acercamiento tuvo por resultado acentuar más aún la desinteligencia que existía entre Camacho, comandante del ejército boliviano, y el almirante Montero, jefe del ejército peruano. El tratado de alianza concluido entre Bolivia y el Perú estipulaba que el comando en jefe correspondería a aquel de los dos Presidentes en cuyo territorio se efectuasen las operaciones, pero no se había previsto el caso en que ni uno ni otro estuviesen presentes. En virtud de su grado superior, el almirante Montero reclamaba la dirección de las operaciones.
El coronel Camacho se oponía y apremiaba a Campero, Presidente de Bolivia, para que viniese a ponerse al frente de sus tropas. La impericia y la arrogancia de Montero le aterraban. Sin popularidad en el ejército el almirante era hasta objeto de burla entre sus propios oficiales. Cuando la fuga de Prado y la revolución triunfante llevaron a Piérola a la presidencia del Perú, Montero se había apresurado a hacer acto de sumisión y de adhesión al nuevo Gobierno, pero nadie ignoraba ni en el ejército ni en Lima su pasada rivalidad con Piérola y la aversión que tenía a su afortunado competidor. El estado mayor peruano no dudaba de que en caso de tener un éxito militar Montero, recurriendo a un pronunciamiento, trataría de sublevar el ejército y proclamar la caída de Piérola y su propia dictadura. La arrogancia de su actitud y las imprudencias de su lenguaje daban pie para todas las suposiciones y desde Lima el presidente Piérola vigilaba con ojo avizor las operaciones de su lugarteniente.
Reunidas las fuerzas aliadas en Tacna, llegaron a formar un número de 40.000 hombres de buenas tropas, de los cuales 4.000 eran bolivianos. Arica estaba ocupada por un cuerpo de 2,000 hombres.
Dos planes de campaña había a la vista. El almirante Montero era de opinión de mantenerse a la defensiva, fortificarse en las alturas arenosas que dominan a Tacna y esperar allí el ataque del ejército chileno. Camacho, por el contrario, pensaba que se debía salir al encuentro del ejército chileno, esperarle a la salida del desierto, aprovechar la fatiga y el agotamiento causados por los prolongados días de marcha por un país árido y desolado, y obligarles a presentar batalla, antes de que hubiesen podido descansar sus hombres y la caballería. La discusión se agriaba, hasta que la llegada del Presidente de Bolivia al campamento vino a restablecer el orden y la unidad de acción. Cediendo a las instancias de Camacho, su lugarteniente y su amigo, Campero, dándose plena cuenta de la situación, había dejado La Paz. Su llegada fué saludada por las aclamaciones entusiastas del ejército. Este tenía toda su confianza en la capacidad militar y en la energía de Campero. Y en verdad que esta confianza era merecida. Antiguo alumno de la Escuela de Minas en París, había estudiado mucho. La rectitud y nobleza de su carácter le habían conquistado numerosos amigos y los mismos oficiales peruanos recónocían su superioridad y se consideraban felices de tenerlo a su cabeza.
El ejército chileno avanzaba, venciendo poco a poco los obstáculos que la naturaleza más aún que el enemigo, le presentaba. De Moquegua a Tana no había trazado ningún camino; un desierto de arenas movibles, accidentado de colinas arenosas sin la menor vegetación, cortadas por estrechos valles que rara vez atravesaban riachuelos originados por el desbordamiento de las lluvias y que en verano exhalan miasmas pestilentes, separaba Moquegua de Tacna. Por esta época del año asolaban aquella región las fiebres intermitentes. El transporte de la artillería ofrecía dificultades casi insalvables. Los cañones se hundían en aquel suelo movedizo hasta la mitad de las ruedas. Era preciso llevarlo consigo todo, y el agua especialmente; el ejercito chileno llevaba una buena provisión calculada para un consumo de 40,000 litros diarios. La fatiga excesiva, el intenso calor del día, los terribles fríos de la noche iban llenando las ambulancias de enfermos, entre los que hacía estragos espantosos la fiebre. De la mejor manera que se podía se les iba mandando a los hospitales de Iquique y de Pisagua. Bajo la enérgica dirección del general Baquedano, sostenido por la presencia y la autoridad del ministro de la Gerra, don Rafael Sotomayor, que desde el principio de la campaña presidía todas las operaciones, el ejército proseguía obstinadamente su marcha a trayés del desierto, los precipicios y las hondonadas, abriéndose camino por las arenas y demorando cerca de un mes en franquear las 30 leguas que lo separaban de Tacna. Durante este tiempo, la caballería chilena, haciendo activos reconocimientos, exploraba el camino y rechazaba delante de ella los puestos avanzados del ejército aliado. El diez de mayo, salía por fin del desierto el ejército chileno y se concentraba en Buena Vista, a algunas leguas de Tacna, en número de 13.372 combatientes sostenidos por 40 cañones Krupp servidos por 550 artilleros; la caballería, admirablemente montada constaba de 1,200 hombres. Por otra parte una división de 2,000 hombres ocupaba, a la espalda, los puestos de Hospicio y de Pacocha.
Los chilenos acamparon por algunos días en Buena Vista para reponerse de sus fatigas; allí el agua era buena y abundaba el forraje y había aire saludable. Se dio fin a los últimos preparativos y el estado mayor dispuso su plan de ataque. Fué precisamente en medio de estos trabajos cuando un ataque de aplopegía fulminante derribó al ministro de la guerra. Agotado por las fatigas y las inquietudes de aquella peligrosa marcha, don Rafael Sotomayor murió en el momento mismo en que se iba a decidir la suerte de la campaña. El la había preparado cuidadosamente; gracias a su enérgico impulso y a su inquebrantable energía había triunfado el ejército chileno de las dificultades que le oponía la naturaleza; concentrado en Buena Vista iba a medirse con el enemigo y a librar en Tacna una batalla decisiva. La muerte le arrebató en el momento en que iba a coger el fruto de sus esfuerzos.
Por su parte, el general Campero no estaba inactivo. Desde el siguiente día de su llegada al campamento de Tacna, había sido convocado el consejo de guerra aliado. Camacho y Montero expusieron sus planes. Como podía preverse, el general en jefe dió su asentimiento al de Camacho. Este consistía en salir al encuentro del ejército chileno, esperarle a la salida del desierto, aprovechar el desorden que la ruda marcha habría introducido en sus filas, el agotamiento de sus hombres y su caballería, y rechazarlo de nuevo al desierto donde, vencido, sucumbiría íntegro.
Este plan era arriesgado, pero ofrecía en cambio ventajas considerables. Para que resultase, había que llevar el eiército aliado a Buena Vista, ocuparla y fortificarse allí antes de que llegasen los chilenos, a los que se atacaría en el momento en que, ya a la vista de Buena Vista, creyesen ellos habían terminado sus penurias.
Después de una marcha de varios días por el desierto, los hombres y los animales excitados apresuraron el paso para apagar su sed y descansar. Fué una especie de desbandada que los oficiales fueron impotentes para reprimir. Cada uno se apresuraba para llegar primero al oasis. Atacado vigorosamente en estas condiciones por tropas de refresco y descansadas, el ejército chileno podía ser rechazado al desierto en completo desorden y allí, agotadas sus provisiones de agua, se vería impotente para sostenerse.
Campero dió orden al ejército aliado de avanzar; pero había sido tal la impericia del comando en jefe que no se pudo avanzar más que una sola jornada de marcha desde Tacna. Todo hacía falta, furgones, animales, material. A legua y media de Tacna hubo que hacer alto. «Estamos, decía el general Campero, en su comunicado oficial, desprovistos de todos los medios de transporte, debido a la negligencia de una mala administración. No hemos podido traer con nosotros los víveres y el agua indispensable para la subsistencia de un ejército en el desierto en que todo falta. La misma artillería no pudo salir de Tacna. Me he convencido, pues, plenamente de que el ejército aliado está condenado a esperar al enemigo en sus posiciones, sin poder salir a su encuentro».
El ejército tuvo que entrar en su campamento de Tacna y Campero se preparó a recibir el ataque de los chilenos.
El terreno era favorable para la defensa. Tacna está rodeada de colinas áridas cuyo suelo movedizo y arenoso hace sumamente difícil la ascensión a la ciudad desde cuvas alturas se podian desafiar las cargas de la caballería chilena, cuya superioridad bien conocían los aliados. El general Campero escogió para instalar su campamento una planicie elevada que dominaba la llanura. "Una vez allí, dice él en su parte oficial sobre la batalla de Tacna, yo me consideré seguro, convencido de que ocupaba un punto estratégico de primer orden, una planicie rodeada por una especie de reborde que bajaba hasta la llanura en forma de glacis. Por detrás, la configuración del terreno era la misma. Por ambos costados dominábamos la llanura. Nuestros flancos estaban protegidos por repliegues del terreno que cercaban la planicie. Nuestro campamento cubría Tacna, cuya ocupación defendía. El único inconveniente grave de la posición escogida era la falta de agua y de víveres, pero salvé esta dificultad haciendo traer a toda costa desde Tacna todo cuanto era necesario para el ejército: agua, víveres, carbón, etc., y esperé al enemigo".
Este iba acercándose. El 22 de Mayo un serio reconocimiento chileno llegó hasta ponerse al alcance de los cañones del campamento aliado. El coronel Velázquez, jefe del Estado Mayor chileno, iba al frente de esta columna de reconocimiento. Con un cuidado extremado examinó las posiciones del campamento y se trabó en un simulacro de combate para cerciorarse del alcance de tiro de la artillería peruana. Se volvió después en el convencimiento de que los aliados se mantendrían a la defensiva. El 25 de Mayo amenazaba al ejército chileno un movimiento de avanzada, a dos leguas de Tacna; rechazados sus exploradores en todas direcciones, fueron a chocar con los puestos de avanzada peruanos, que se replegaron sobre el campamento. El día 26 por la mañana se desplegaban las columnas chilenas llegando al límite extremo de tiro de las baterías peruanas, descubierto por el coronel Velázquez.
El general Baquedano había resuelto atacar de frente. Contaba para el caso con la superioridad de su artillería, pero los rebordes de arenosos le ocultaban las líneas y la artillería enemiga; sus obuses describían una curva e iban a estallar detrás del campamento. "Una onza de oro perdida", exclamaba a cada disparo el general boliviano Pérez, aludiendo al precio que costaba cada carga de un obús.
Viendo la inutilidad de su artillería, ordenó el general Baquedano hacer más lento el fuego y decidió mandar sus tropas al asalto. Tres divisiones de 2,000 hombres cada una avanzaron; otra división, que quedaba a la retaguardia, constituía la primera reserva y debía dirigirse al punto en que fuese más necesario su concurso; esta división de reserva estaba a su vez apoyada por una segunda reserva que se utilizaría en último recurso.
A mediodía se esparramaron las columnas y se abrió el fuego en toda la línea. Fué tal la impetuosidad del ataque chileno que las primeras líneas aliadas, no pudiendo resistir el empuje, se replegaron en desorden y el pánico comenzó a estallar entre sus filas.
Campero ordenó a los batallones que estaban a la retaguradia que hiciesen fuego sobre los fugitivos. En seguida, poniéndose a su cabeza, les obligó a avanzar de nuevo, rechazó el empuje de las columnas chilenas y las obligó a retroceder al glacis. En vano trataron de reunir a los fugitivos dos batallones chilenos que les seguían; anonadados estos también por el fuego del enemigo, que coronaba las crestas, se replegaron y retrocedieron. Baquedano se dió inmediatamente cuenta del peligro e hizo avanzar su primera reserva que escaló las pendientes a paso de carga. Trabóse la lucha cuerpo a cuerpo, se acercaron los cañones y las ametralladoras, haciendo descargas cerradas a corta distancia. Campero sostenía vigorosamente este nuevo ataque en que se disputaba el terreno palmo a palmo, pero la tenacidad de los chilenos se iba apoderando del campo. Poco a poco rechazan a sus adversarios, que combaten al descubierto y que destruyen las baterías Krupp extinguiendo el fuego de su artillería. A las dos de la tarde cedía ya el ejército aliado, y la infantería chilena se apoderaba de las alturas. Baquedano hace avanzar su segunda reserva, cuya sola presencia siembra el desaliento en los últimos combatientes, reunidos en torno a Campero. A las tres, vencido ya el ejército aliado, se repliega sobre Tacna; Campero quiere tentar el último esfuerzo desde allí, pero este esfuerzo sobrepuja las fuerzas de sus tropas. Los peruanos se baten en retirada bajo las órdenes de Montero y se dirigen sobre Puno. Campero, a la cabeza de los restos del ejército boliviano, toma el camino de La Paz.
La batalla de Tacna costó a los aliados 2.800 hombres de sus mejores tropas y 2,500 prisioneros, entre ellos un general, diez coroneles, y un número considerable de oficiales. Los chilenos dejaban sobre el campo la cuarta parte de sus efectivos que habían tomado parte en el combate, o sea 2,128 hombres, entre ellos 23 oficiales muertos. Al día siguiente, el ejército chileno, victorioso, ocupaba Tacna. Estaba en su poder todo el sur del Perú desde Moquegua. Arica, amenazado no podía resistir el ataque combinado de la armada y del ejército. El 7 de Junio capitulaba. Chile, vencedor en tierra y en el mar, iba a dirigir sobre Lima sus batallones victoriosos, tratando esta vez de asestar a su enemigo un golpe en pleno corazón.
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El coronel Camacho se oponía y apremiaba a Campero, Presidente de Bolivia, para que viniese a ponerse al frente de sus tropas. La impericia y la arrogancia de Montero le aterraban. Sin popularidad en el ejército el almirante era hasta objeto de burla entre sus propios oficiales. Cuando la fuga de Prado y la revolución triunfante llevaron a Piérola a la presidencia del Perú, Montero se había apresurado a hacer acto de sumisión y de adhesión al nuevo Gobierno, pero nadie ignoraba ni en el ejército ni en Lima su pasada rivalidad con Piérola y la aversión que tenía a su afortunado competidor. El estado mayor peruano no dudaba de que en caso de tener un éxito militar Montero, recurriendo a un pronunciamiento, trataría de sublevar el ejército y proclamar la caída de Piérola y su propia dictadura. La arrogancia de su actitud y las imprudencias de su lenguaje daban pie para todas las suposiciones y desde Lima el presidente Piérola vigilaba con ojo avizor las operaciones de su lugarteniente.
Reunidas las fuerzas aliadas en Tacna, llegaron a formar un número de 40.000 hombres de buenas tropas, de los cuales 4.000 eran bolivianos. Arica estaba ocupada por un cuerpo de 2,000 hombres.
Dos planes de campaña había a la vista. El almirante Montero era de opinión de mantenerse a la defensiva, fortificarse en las alturas arenosas que dominan a Tacna y esperar allí el ataque del ejército chileno. Camacho, por el contrario, pensaba que se debía salir al encuentro del ejército chileno, esperarle a la salida del desierto, aprovechar la fatiga y el agotamiento causados por los prolongados días de marcha por un país árido y desolado, y obligarles a presentar batalla, antes de que hubiesen podido descansar sus hombres y la caballería. La discusión se agriaba, hasta que la llegada del Presidente de Bolivia al campamento vino a restablecer el orden y la unidad de acción. Cediendo a las instancias de Camacho, su lugarteniente y su amigo, Campero, dándose plena cuenta de la situación, había dejado La Paz. Su llegada fué saludada por las aclamaciones entusiastas del ejército. Este tenía toda su confianza en la capacidad militar y en la energía de Campero. Y en verdad que esta confianza era merecida. Antiguo alumno de la Escuela de Minas en París, había estudiado mucho. La rectitud y nobleza de su carácter le habían conquistado numerosos amigos y los mismos oficiales peruanos recónocían su superioridad y se consideraban felices de tenerlo a su cabeza.
El ejército chileno avanzaba, venciendo poco a poco los obstáculos que la naturaleza más aún que el enemigo, le presentaba. De Moquegua a Tana no había trazado ningún camino; un desierto de arenas movibles, accidentado de colinas arenosas sin la menor vegetación, cortadas por estrechos valles que rara vez atravesaban riachuelos originados por el desbordamiento de las lluvias y que en verano exhalan miasmas pestilentes, separaba Moquegua de Tacna. Por esta época del año asolaban aquella región las fiebres intermitentes. El transporte de la artillería ofrecía dificultades casi insalvables. Los cañones se hundían en aquel suelo movedizo hasta la mitad de las ruedas. Era preciso llevarlo consigo todo, y el agua especialmente; el ejercito chileno llevaba una buena provisión calculada para un consumo de 40,000 litros diarios. La fatiga excesiva, el intenso calor del día, los terribles fríos de la noche iban llenando las ambulancias de enfermos, entre los que hacía estragos espantosos la fiebre. De la mejor manera que se podía se les iba mandando a los hospitales de Iquique y de Pisagua. Bajo la enérgica dirección del general Baquedano, sostenido por la presencia y la autoridad del ministro de la Gerra, don Rafael Sotomayor, que desde el principio de la campaña presidía todas las operaciones, el ejército proseguía obstinadamente su marcha a trayés del desierto, los precipicios y las hondonadas, abriéndose camino por las arenas y demorando cerca de un mes en franquear las 30 leguas que lo separaban de Tacna. Durante este tiempo, la caballería chilena, haciendo activos reconocimientos, exploraba el camino y rechazaba delante de ella los puestos avanzados del ejército aliado. El diez de mayo, salía por fin del desierto el ejército chileno y se concentraba en Buena Vista, a algunas leguas de Tacna, en número de 13.372 combatientes sostenidos por 40 cañones Krupp servidos por 550 artilleros; la caballería, admirablemente montada constaba de 1,200 hombres. Por otra parte una división de 2,000 hombres ocupaba, a la espalda, los puestos de Hospicio y de Pacocha.
Los chilenos acamparon por algunos días en Buena Vista para reponerse de sus fatigas; allí el agua era buena y abundaba el forraje y había aire saludable. Se dio fin a los últimos preparativos y el estado mayor dispuso su plan de ataque. Fué precisamente en medio de estos trabajos cuando un ataque de aplopegía fulminante derribó al ministro de la guerra. Agotado por las fatigas y las inquietudes de aquella peligrosa marcha, don Rafael Sotomayor murió en el momento mismo en que se iba a decidir la suerte de la campaña. El la había preparado cuidadosamente; gracias a su enérgico impulso y a su inquebrantable energía había triunfado el ejército chileno de las dificultades que le oponía la naturaleza; concentrado en Buena Vista iba a medirse con el enemigo y a librar en Tacna una batalla decisiva. La muerte le arrebató en el momento en que iba a coger el fruto de sus esfuerzos.
Por su parte, el general Campero no estaba inactivo. Desde el siguiente día de su llegada al campamento de Tacna, había sido convocado el consejo de guerra aliado. Camacho y Montero expusieron sus planes. Como podía preverse, el general en jefe dió su asentimiento al de Camacho. Este consistía en salir al encuentro del ejército chileno, esperarle a la salida del desierto, aprovechar el desorden que la ruda marcha habría introducido en sus filas, el agotamiento de sus hombres y su caballería, y rechazarlo de nuevo al desierto donde, vencido, sucumbiría íntegro.
Este plan era arriesgado, pero ofrecía en cambio ventajas considerables. Para que resultase, había que llevar el eiército aliado a Buena Vista, ocuparla y fortificarse allí antes de que llegasen los chilenos, a los que se atacaría en el momento en que, ya a la vista de Buena Vista, creyesen ellos habían terminado sus penurias.
Después de una marcha de varios días por el desierto, los hombres y los animales excitados apresuraron el paso para apagar su sed y descansar. Fué una especie de desbandada que los oficiales fueron impotentes para reprimir. Cada uno se apresuraba para llegar primero al oasis. Atacado vigorosamente en estas condiciones por tropas de refresco y descansadas, el ejército chileno podía ser rechazado al desierto en completo desorden y allí, agotadas sus provisiones de agua, se vería impotente para sostenerse.
Campero dió orden al ejército aliado de avanzar; pero había sido tal la impericia del comando en jefe que no se pudo avanzar más que una sola jornada de marcha desde Tacna. Todo hacía falta, furgones, animales, material. A legua y media de Tacna hubo que hacer alto. «Estamos, decía el general Campero, en su comunicado oficial, desprovistos de todos los medios de transporte, debido a la negligencia de una mala administración. No hemos podido traer con nosotros los víveres y el agua indispensable para la subsistencia de un ejército en el desierto en que todo falta. La misma artillería no pudo salir de Tacna. Me he convencido, pues, plenamente de que el ejército aliado está condenado a esperar al enemigo en sus posiciones, sin poder salir a su encuentro».
El ejército tuvo que entrar en su campamento de Tacna y Campero se preparó a recibir el ataque de los chilenos.
El terreno era favorable para la defensa. Tacna está rodeada de colinas áridas cuyo suelo movedizo y arenoso hace sumamente difícil la ascensión a la ciudad desde cuvas alturas se podian desafiar las cargas de la caballería chilena, cuya superioridad bien conocían los aliados. El general Campero escogió para instalar su campamento una planicie elevada que dominaba la llanura. "Una vez allí, dice él en su parte oficial sobre la batalla de Tacna, yo me consideré seguro, convencido de que ocupaba un punto estratégico de primer orden, una planicie rodeada por una especie de reborde que bajaba hasta la llanura en forma de glacis. Por detrás, la configuración del terreno era la misma. Por ambos costados dominábamos la llanura. Nuestros flancos estaban protegidos por repliegues del terreno que cercaban la planicie. Nuestro campamento cubría Tacna, cuya ocupación defendía. El único inconveniente grave de la posición escogida era la falta de agua y de víveres, pero salvé esta dificultad haciendo traer a toda costa desde Tacna todo cuanto era necesario para el ejército: agua, víveres, carbón, etc., y esperé al enemigo".
Este iba acercándose. El 22 de Mayo un serio reconocimiento chileno llegó hasta ponerse al alcance de los cañones del campamento aliado. El coronel Velázquez, jefe del Estado Mayor chileno, iba al frente de esta columna de reconocimiento. Con un cuidado extremado examinó las posiciones del campamento y se trabó en un simulacro de combate para cerciorarse del alcance de tiro de la artillería peruana. Se volvió después en el convencimiento de que los aliados se mantendrían a la defensiva. El 25 de Mayo amenazaba al ejército chileno un movimiento de avanzada, a dos leguas de Tacna; rechazados sus exploradores en todas direcciones, fueron a chocar con los puestos de avanzada peruanos, que se replegaron sobre el campamento. El día 26 por la mañana se desplegaban las columnas chilenas llegando al límite extremo de tiro de las baterías peruanas, descubierto por el coronel Velázquez.
El general Baquedano había resuelto atacar de frente. Contaba para el caso con la superioridad de su artillería, pero los rebordes de arenosos le ocultaban las líneas y la artillería enemiga; sus obuses describían una curva e iban a estallar detrás del campamento. "Una onza de oro perdida", exclamaba a cada disparo el general boliviano Pérez, aludiendo al precio que costaba cada carga de un obús.
Viendo la inutilidad de su artillería, ordenó el general Baquedano hacer más lento el fuego y decidió mandar sus tropas al asalto. Tres divisiones de 2,000 hombres cada una avanzaron; otra división, que quedaba a la retaguardia, constituía la primera reserva y debía dirigirse al punto en que fuese más necesario su concurso; esta división de reserva estaba a su vez apoyada por una segunda reserva que se utilizaría en último recurso.
A mediodía se esparramaron las columnas y se abrió el fuego en toda la línea. Fué tal la impetuosidad del ataque chileno que las primeras líneas aliadas, no pudiendo resistir el empuje, se replegaron en desorden y el pánico comenzó a estallar entre sus filas.
Campero ordenó a los batallones que estaban a la retaguradia que hiciesen fuego sobre los fugitivos. En seguida, poniéndose a su cabeza, les obligó a avanzar de nuevo, rechazó el empuje de las columnas chilenas y las obligó a retroceder al glacis. En vano trataron de reunir a los fugitivos dos batallones chilenos que les seguían; anonadados estos también por el fuego del enemigo, que coronaba las crestas, se replegaron y retrocedieron. Baquedano se dió inmediatamente cuenta del peligro e hizo avanzar su primera reserva que escaló las pendientes a paso de carga. Trabóse la lucha cuerpo a cuerpo, se acercaron los cañones y las ametralladoras, haciendo descargas cerradas a corta distancia. Campero sostenía vigorosamente este nuevo ataque en que se disputaba el terreno palmo a palmo, pero la tenacidad de los chilenos se iba apoderando del campo. Poco a poco rechazan a sus adversarios, que combaten al descubierto y que destruyen las baterías Krupp extinguiendo el fuego de su artillería. A las dos de la tarde cedía ya el ejército aliado, y la infantería chilena se apoderaba de las alturas. Baquedano hace avanzar su segunda reserva, cuya sola presencia siembra el desaliento en los últimos combatientes, reunidos en torno a Campero. A las tres, vencido ya el ejército aliado, se repliega sobre Tacna; Campero quiere tentar el último esfuerzo desde allí, pero este esfuerzo sobrepuja las fuerzas de sus tropas. Los peruanos se baten en retirada bajo las órdenes de Montero y se dirigen sobre Puno. Campero, a la cabeza de los restos del ejército boliviano, toma el camino de La Paz.
La batalla de Tacna costó a los aliados 2.800 hombres de sus mejores tropas y 2,500 prisioneros, entre ellos un general, diez coroneles, y un número considerable de oficiales. Los chilenos dejaban sobre el campo la cuarta parte de sus efectivos que habían tomado parte en el combate, o sea 2,128 hombres, entre ellos 23 oficiales muertos. Al día siguiente, el ejército chileno, victorioso, ocupaba Tacna. Estaba en su poder todo el sur del Perú desde Moquegua. Arica, amenazado no podía resistir el ataque combinado de la armada y del ejército. El 7 de Junio capitulaba. Chile, vencedor en tierra y en el mar, iba a dirigir sobre Lima sus batallones victoriosos, tratando esta vez de asestar a su enemigo un golpe en pleno corazón.
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