El Pensamiento Político Medieval
En los primeros siglos de nuestra Era, el pensamiento cristiano con implicancias políticas arranca de dos pilares evangélicos fundamentales: "MI REINO NO ES DE ESTE MUNDO" (San Juan, XVIII, 36) y "DAD AL CESAR LO QUE ES DEL CESAR Y A DIOS LO QUE ES DE DIOS" (San Mateo XXII, 21 y San Marcos XII,17).
Estos principios proclamaron la emancipación de la Religión respecto de la Política, separaron sus campos de acción y precisaron sus límites. "Señalaron el asentamiento de una Iglesia distinta del Estado -dice Hearnshaw- el fin de esa subordinación del culto divino a la administración civil que había sido la notable característica de la Ciudad-estado griega y romana" (1).
En el desarrollo inmediatamente posterior del pensamiento político cristiano, principalmente por obra de San Pablo, se consideró la complementación de tareas entre el Estado y la Iglesia: el primero mantiene la paz social y hace cumplir las leyes; la segunda se ocupa de la salvación de los hombres. Sobre esta base, la doctrina enseñó el orígen divino de la autoridad civil: "LOS PODERES QUE EXISTEN SON ESTABLECIDOS POR DIOS" (Rom. XIII,I); "ROGAD POR LOS REYES Y POR TODOS LOS QUE POSEEN AUTORIDAD" (I Tim. II,2); "RECUERDENLES QUE SON SUBDITOS DE LA SOBERANIA Y DE LOS PODERES, PARA OBEDECER A LOS MAGISTRADOS Y PARA ESTAR PREPARADOS PARA TODA OBRA DIGNA" (Titus III,1).
En los escritos de San Pablo es también posible encontrar conceptos muy acordes con los de la filosofía estoica, como el reconocimiento de la Ley Natural, inscripta en el interior del hombre, cualquiera sea su raza o circunstancias (Rom. II, 12-15), o como la afirmación de la igualdad de todos los hombres ante la Gracia Divina, cualquiera sea su condición o jerarquía en esta tierra (Philem. 10-17).
También encontramos conceptos similares en la llamada "Primera epístola de San Pedro": "SOMETEOS A TODO MANDATO DEL HOMBRE POR AMOR A DIOS...TEMED A DIOS, HONRAD AL REY" (1 Pet. II, 13-17).
El Imperio Romano persiguió a los cristianos. Pese a su amplia capacidad para asimilar las religiones de los vencidos, se había alarmado mucho por el exclusivismo del culto cristiano (que se veía a sí mismo como "la única y verdadera fé universal") y por la consiguiente negativa de los cristianos a ofrecer sacrificios y desempeñar servicios incompatibles con sus principios. Se había alarmado mucho más aún por la creciente organización y poder de la Iglesia, su ascendiente sobre el pueblo bajo y su infiltración en círculos cercanos al poder.
Estas despiadadas persecuciones modificaron la óptica cristiana respecto del Estado romano. Ya no fue más visto como "heraldo del Evangelio" y cobraron relieve las palabras de la Revelación de San Juan: "BABILONIA...LA GRAN RAMERA...LA MADRE DE LAS PROSTITUTAS Y DE LAS ABOMINACIONES DE LA TIERRA...EBRIA DE SANGRE DE LOS SANTOS Y DE LOS MARTIRES" (Rev. XVII, 1,9).
Esas persecuciones cesaron en el año 311 dC, tras un completo fracaso en cuanto a frenar la difusión de la nueva religión, pero habiendo ocasionado entretanto sufrimientos sin cuento. En el año 313 dC, Constantino reconoce al Cristianismo como una de las religiones oficiales del Imperio, y ochenta años después, en el 392 dC, el emperador Teodosio I cerró los templos paganos y proclamó al Cristianismo como única religión oficial del Imperio.
Una curiosa consecuencia de este aparente triunfo fue la subordinación completa de la Iglesia al Imperio (o sea el llamado césaro-papismo) que eliminó temporariamente la separación entre Política y Religión. Ese movimiento de subordinación a lo secular de parte de la Iglesia fue resistido de varios modos: el monasticismo, el hermitañismo ascético, las revueltas heréticas (arianismo, donatismo, nestorianismo, etc.) y principalmente por la reflexión filosófica y la acción política de los obispos del Imperio Romano de Occidente, tras la muerte de Constantino. En el Imperio Romano de Oriente, en cambio, esa subordinación continuó durante largo tiempo.
En la Teoría Política, la consecuencia de esta situación en Occidente fue que, durante mil años, el eje de la controversia política pasó por la relación entre el soberano secular y la Iglesia dependiente o independiente de su poder, o queriendo subordinarlo al suyo.
En ese contexto emerge, como primera manifestación del debate, la formidable obra de San Agustín "La Ciudad de Dios". San Agustín reconoce la autoridad del Emperador romano, admite que ésta viene de Dios, prescribe a los súbditos el deber de obediencia y exhorta al Emperador a defender a la Iglesia contra los cismas y las herejías, pero no admite que, en cuanto Emperador, tenga alguna autoridad dentro de la Iglesia. La Fé y la Moral quedan reservadas a los Concilios y a los Obispos consagrados. Marca así nuevamente con claridad la diferencia entre la Ciudad de Dios y la ciudad terrenal.
En el pensamiento de San Agustín, estos dos conceptos tuvieron una notable evolución: al principio, el primero representa al cristianismo y el segundo al paganismo. En esta fase, San Agustín procura liberar al cristianismo de la acusación de ser responsable del saqueo de Roma por los visigodos de Alarico (410 dC) y mostrar que el paganismo no habría salvado a Roma del desastre ni aún en sus épocas de esplendor. Más tarde, la Ciudad de Dios representa a la Iglesia institucional y jerárquica, y la ciudad terrena, al mundo fuera de la Iglesia. Por último, la Ciudad de Dios designa a la "comunidad de los santos" mientras la ciudad terrena es "la sociedad de los réprobos"...
Es de hacer notar aquí que San Agustín, y otros Padres de la Iglesia de aquel tiempo, están ubicados, en forma similar a Séneca y los estoicos, ante un dualismo inquietante y aparentemente irreducible: lo espiritual y lo material, lo bueno y lo malo, la Iglesia y el Mundo, la autoridad espiritual y la autoridad secular. De allí en adelante, la historia de la Teoría Política medieval es la historia de las propuestas de resolución de este dualismo.
"La Ciudad de Dios" (413-426 dC) ha ejercido una influencia política duradera, profunda y variada, sobre muchos autores, que van desde Bossuet a Comte y a los historiadores y comentaristas del siglo XX. El entendimiento de la doctrina política de esta obra debe buscarse en el contexto de la comprensión que San Agustín tenía del misterio cristiano.
Esa doctrina surge motivada por las luchas de San Agustín contra el dualismo de los maniqueos, contra el donatismo, contra el pelagianismo, contra la acusación hecha a los cristianos de haber contribuido por su misma religión al saqueo de Roma por las huestes de Alarico, pero no es una doctrina sólo para un tiempo, sino el producto de una reflexión permanente, con vocación de perdurabilidad, sobre la violencia y la guerra, la vida y la muerte y la ubicación de los cristianos en la prueba de la historia.
Surgido en un tiempo de crisis, el pensamiento de San Agustín se forjó en la confluencia de dos tradiciones: la cultura greco-romana y las Escrituras judeo-cristianas. De la cultura griega San Agustín valora principalmente la figura de Platón y su "República". Hay una filiación intelectual de idealismo platónico en el pensamiento agustiniano, lo que, entre otras cosas, lo ha convertido con el tiempo, en el involuntario inspirador de muchas corrientes heréticas, del mismo modo que las restauraciones de la ortodoxia generalmente se inspiran en Aristóteles...Pero Agustín apela en su obra sobre todo a la cultura romana, de la que está impregnado. Conoce muy bien la historia de la "Urbs" por excelencia, y la utiliza para mostrar que los dioses paganos no podían servir al Estado, al contrario del Dios verdadero. San Agustín no le pide a Roma que renuncie a lo que la hizo grande sino que reciba finalmente los dones del Dios verdadero, tal como está prometido en las Escrituras.
En su esquema general, "La Ciudad de Dios" se presenta como un recorrido que parte de la crisis reciente (410 dC) para inducir al mundo romano a releer su historia política, para descubrir la vanidad de su "teología civil" y reconocer la necesidad de un mediador entre Dios y los hombres -Cristo- para que la "ciudad terrestre" se abra a ese camino de salvación y, al mismo tiempo, a una comprensión de su proceso histórico, que pueda esclarecer su destino político, al mismo tiempo que el destino último de los hombres y las naciones.
Según San Agustín, los hombres siempre forman parte de algún grupo, en una escala que va desde la familia hasta el Imperio, manteniendo en su seno una relación tan estrecha como "la de una letra en una frase". La existencia misma de grupos de diverso tipo supone la presencia de un acuerdo básico, una disposición social fundamental, propia del ser humano. Para San Agustín, PUEBLO es la reunión de una multitud de seres razonables, asociados "por la participación armoniosa en aquéllo que aman". Como toda sociedad, la "Civitas" requiere un consenso básico, un acuerdo que la induzca a perseguir ciertos objetivos antes que otros; un AMOR cuyo objeto (bueno o malo) evidencia la moralidad o perversidad del pueblo.
Una condición esencial de una verdadera "Res publica" es la JUSTICIA, cuyo objeto es el Derecho, el cual según San Agustín debe derivar de la Caridad. Esta idea de Justicia no está tomada sólo de la tradición latina: ella está transfigurada por la interpretación cristiana.
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Estos principios proclamaron la emancipación de la Religión respecto de la Política, separaron sus campos de acción y precisaron sus límites. "Señalaron el asentamiento de una Iglesia distinta del Estado -dice Hearnshaw- el fin de esa subordinación del culto divino a la administración civil que había sido la notable característica de la Ciudad-estado griega y romana" (1).
En el desarrollo inmediatamente posterior del pensamiento político cristiano, principalmente por obra de San Pablo, se consideró la complementación de tareas entre el Estado y la Iglesia: el primero mantiene la paz social y hace cumplir las leyes; la segunda se ocupa de la salvación de los hombres. Sobre esta base, la doctrina enseñó el orígen divino de la autoridad civil: "LOS PODERES QUE EXISTEN SON ESTABLECIDOS POR DIOS" (Rom. XIII,I); "ROGAD POR LOS REYES Y POR TODOS LOS QUE POSEEN AUTORIDAD" (I Tim. II,2); "RECUERDENLES QUE SON SUBDITOS DE LA SOBERANIA Y DE LOS PODERES, PARA OBEDECER A LOS MAGISTRADOS Y PARA ESTAR PREPARADOS PARA TODA OBRA DIGNA" (Titus III,1).
En los escritos de San Pablo es también posible encontrar conceptos muy acordes con los de la filosofía estoica, como el reconocimiento de la Ley Natural, inscripta en el interior del hombre, cualquiera sea su raza o circunstancias (Rom. II, 12-15), o como la afirmación de la igualdad de todos los hombres ante la Gracia Divina, cualquiera sea su condición o jerarquía en esta tierra (Philem. 10-17).
También encontramos conceptos similares en la llamada "Primera epístola de San Pedro": "SOMETEOS A TODO MANDATO DEL HOMBRE POR AMOR A DIOS...TEMED A DIOS, HONRAD AL REY" (1 Pet. II, 13-17).
El Imperio Romano persiguió a los cristianos. Pese a su amplia capacidad para asimilar las religiones de los vencidos, se había alarmado mucho por el exclusivismo del culto cristiano (que se veía a sí mismo como "la única y verdadera fé universal") y por la consiguiente negativa de los cristianos a ofrecer sacrificios y desempeñar servicios incompatibles con sus principios. Se había alarmado mucho más aún por la creciente organización y poder de la Iglesia, su ascendiente sobre el pueblo bajo y su infiltración en círculos cercanos al poder.
Estas despiadadas persecuciones modificaron la óptica cristiana respecto del Estado romano. Ya no fue más visto como "heraldo del Evangelio" y cobraron relieve las palabras de la Revelación de San Juan: "BABILONIA...LA GRAN RAMERA...LA MADRE DE LAS PROSTITUTAS Y DE LAS ABOMINACIONES DE LA TIERRA...EBRIA DE SANGRE DE LOS SANTOS Y DE LOS MARTIRES" (Rev. XVII, 1,9).
Esas persecuciones cesaron en el año 311 dC, tras un completo fracaso en cuanto a frenar la difusión de la nueva religión, pero habiendo ocasionado entretanto sufrimientos sin cuento. En el año 313 dC, Constantino reconoce al Cristianismo como una de las religiones oficiales del Imperio, y ochenta años después, en el 392 dC, el emperador Teodosio I cerró los templos paganos y proclamó al Cristianismo como única religión oficial del Imperio.
Una curiosa consecuencia de este aparente triunfo fue la subordinación completa de la Iglesia al Imperio (o sea el llamado césaro-papismo) que eliminó temporariamente la separación entre Política y Religión. Ese movimiento de subordinación a lo secular de parte de la Iglesia fue resistido de varios modos: el monasticismo, el hermitañismo ascético, las revueltas heréticas (arianismo, donatismo, nestorianismo, etc.) y principalmente por la reflexión filosófica y la acción política de los obispos del Imperio Romano de Occidente, tras la muerte de Constantino. En el Imperio Romano de Oriente, en cambio, esa subordinación continuó durante largo tiempo.
En la Teoría Política, la consecuencia de esta situación en Occidente fue que, durante mil años, el eje de la controversia política pasó por la relación entre el soberano secular y la Iglesia dependiente o independiente de su poder, o queriendo subordinarlo al suyo.
En ese contexto emerge, como primera manifestación del debate, la formidable obra de San Agustín "La Ciudad de Dios". San Agustín reconoce la autoridad del Emperador romano, admite que ésta viene de Dios, prescribe a los súbditos el deber de obediencia y exhorta al Emperador a defender a la Iglesia contra los cismas y las herejías, pero no admite que, en cuanto Emperador, tenga alguna autoridad dentro de la Iglesia. La Fé y la Moral quedan reservadas a los Concilios y a los Obispos consagrados. Marca así nuevamente con claridad la diferencia entre la Ciudad de Dios y la ciudad terrenal.
En el pensamiento de San Agustín, estos dos conceptos tuvieron una notable evolución: al principio, el primero representa al cristianismo y el segundo al paganismo. En esta fase, San Agustín procura liberar al cristianismo de la acusación de ser responsable del saqueo de Roma por los visigodos de Alarico (410 dC) y mostrar que el paganismo no habría salvado a Roma del desastre ni aún en sus épocas de esplendor. Más tarde, la Ciudad de Dios representa a la Iglesia institucional y jerárquica, y la ciudad terrena, al mundo fuera de la Iglesia. Por último, la Ciudad de Dios designa a la "comunidad de los santos" mientras la ciudad terrena es "la sociedad de los réprobos"...
Es de hacer notar aquí que San Agustín, y otros Padres de la Iglesia de aquel tiempo, están ubicados, en forma similar a Séneca y los estoicos, ante un dualismo inquietante y aparentemente irreducible: lo espiritual y lo material, lo bueno y lo malo, la Iglesia y el Mundo, la autoridad espiritual y la autoridad secular. De allí en adelante, la historia de la Teoría Política medieval es la historia de las propuestas de resolución de este dualismo.
"La Ciudad de Dios" (413-426 dC) ha ejercido una influencia política duradera, profunda y variada, sobre muchos autores, que van desde Bossuet a Comte y a los historiadores y comentaristas del siglo XX. El entendimiento de la doctrina política de esta obra debe buscarse en el contexto de la comprensión que San Agustín tenía del misterio cristiano.
Esa doctrina surge motivada por las luchas de San Agustín contra el dualismo de los maniqueos, contra el donatismo, contra el pelagianismo, contra la acusación hecha a los cristianos de haber contribuido por su misma religión al saqueo de Roma por las huestes de Alarico, pero no es una doctrina sólo para un tiempo, sino el producto de una reflexión permanente, con vocación de perdurabilidad, sobre la violencia y la guerra, la vida y la muerte y la ubicación de los cristianos en la prueba de la historia.
Surgido en un tiempo de crisis, el pensamiento de San Agustín se forjó en la confluencia de dos tradiciones: la cultura greco-romana y las Escrituras judeo-cristianas. De la cultura griega San Agustín valora principalmente la figura de Platón y su "República". Hay una filiación intelectual de idealismo platónico en el pensamiento agustiniano, lo que, entre otras cosas, lo ha convertido con el tiempo, en el involuntario inspirador de muchas corrientes heréticas, del mismo modo que las restauraciones de la ortodoxia generalmente se inspiran en Aristóteles...Pero Agustín apela en su obra sobre todo a la cultura romana, de la que está impregnado. Conoce muy bien la historia de la "Urbs" por excelencia, y la utiliza para mostrar que los dioses paganos no podían servir al Estado, al contrario del Dios verdadero. San Agustín no le pide a Roma que renuncie a lo que la hizo grande sino que reciba finalmente los dones del Dios verdadero, tal como está prometido en las Escrituras.
En su esquema general, "La Ciudad de Dios" se presenta como un recorrido que parte de la crisis reciente (410 dC) para inducir al mundo romano a releer su historia política, para descubrir la vanidad de su "teología civil" y reconocer la necesidad de un mediador entre Dios y los hombres -Cristo- para que la "ciudad terrestre" se abra a ese camino de salvación y, al mismo tiempo, a una comprensión de su proceso histórico, que pueda esclarecer su destino político, al mismo tiempo que el destino último de los hombres y las naciones.
Según San Agustín, los hombres siempre forman parte de algún grupo, en una escala que va desde la familia hasta el Imperio, manteniendo en su seno una relación tan estrecha como "la de una letra en una frase". La existencia misma de grupos de diverso tipo supone la presencia de un acuerdo básico, una disposición social fundamental, propia del ser humano. Para San Agustín, PUEBLO es la reunión de una multitud de seres razonables, asociados "por la participación armoniosa en aquéllo que aman". Como toda sociedad, la "Civitas" requiere un consenso básico, un acuerdo que la induzca a perseguir ciertos objetivos antes que otros; un AMOR cuyo objeto (bueno o malo) evidencia la moralidad o perversidad del pueblo.
Una condición esencial de una verdadera "Res publica" es la JUSTICIA, cuyo objeto es el Derecho, el cual según San Agustín debe derivar de la Caridad. Esta idea de Justicia no está tomada sólo de la tradición latina: ella está transfigurada por la interpretación cristiana.
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