Emigración y Éxodo en La Historia de Colombia

Emigración y Éxodo en La Historia de Colombia

Emigración y Éxodo en La Historia de ColombiaHermes Tovar Pinzón

Emigración y éxodo en la historia de Colombia

La fuerza inmigratoria
Con excepción de la inmigración española y la introducción de negros africanos durante los siglos XVI a XVIII, el territorio colombiano no ha sido receptor de grandes corrientes migratorias procedentes de Europa o de otros continentes. Los flujos que han llegado después de la Independencia han sido muy pequeños, lo suficiente como para crear unas colonias que apenas han permeado localidades pero no la sociedad ni la economía nacional en su conjunto. Alemanes, italianos, judíos, árabes y españoles han contribuido a dinamizar ciertos sectores económicos y financieros de diversas regiones de Colombia, en distintos períodos de los dos últimos siglos. Así a finales del siglo XIX y principios del siglo XX los alemanes se vincularon a la economía cafetera en Santander, a la economía tabacalera, a la ganadería y al transporte fluvial en la Costa Atlántica como al sistema bancario en Antioquía. En este período los judíos y los árabes fueron animadores de las actividades mercantiles. A comienzos del siglo XX ciudades de diversas regiones de Colombia vieron florecer a pequeños comerciantes y cacharreros de origen árabe y judío. Aún a mediados de los años de 1950 era común observar, en los pueblos de los Andes, a los “turcos” manejando el comercio local de telas, fantasías y bienes industriales propios de la época.

Los grandes movimientos de población que invadieron el Sur de América o las Antillas, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, nada tienen que ver con Colombia, un país curiosamente abierto a lo extranjero pero cerrado al potencial de una inmigración masiva. Los intentos de Bolívar y de la recién fundada República de remozar la economía y la sociedad con inmigrantes europeos y americanos, fracasaron a pesar de haber entregado 2.4 millones de hectáreas, entre 1820 y 1830, a 24 empresas y empresarios extranjeros asociados con colombianos. Las tierras y los apoyos fiscales del Estado “para favorecer la inmigración de extranjeros”, no fueron suficientes para vencer el temor al trópico y el incumplimiento de las empresas interesadas en estas actividades. Es indudable que no era rentable poner a operar economías en territorios aislados con climas malsanos y con productos de baja demanda en los mercados internacionales. 

Los movimientos migratorios masivos no sólo pueden transformar la composición social de una nación sino cambiar las costumbres políticas, los hábitos, la cultura y las ideologías. La colonización del siglo XVI y las migraciones al Sur de América en los siglos XIX y XX son ejemplos de ello. Los efectos de estos impactos constituyen una de las grandes diferencias de Colombia con aquellos países que desarrollaron políticas migratorias en América Latina, después de 1850. A la ausencia de nuevas ideas y de una vocación por universalizar lo local se debe, en gran parte, el espíritu conservador de nuestras clases dirigentes. Su capacidad de manipular las políticas de Estado y su predisposición a preservar, aún a costa de la guerra, viejas estructuras de poder económico y político, ha colocado a las fuerzas gobernantes, tradicionales y modernas, al borde de una catástrofe. Tal es por lo menos el fondo de la ecuación política que nadie puede resolver a comienzos del siglo XXI en Colombia. Estos grupos políticos, herederos de una república fracasada democráticamente, se niegan a propiciar un tránsito pacífico capaz de incorporar al bienestar un porcentaje importante de la población marginada del país. Por ello, preservan el espectáculo dramático de su exterminio y su pauperización.

A finales del siglo XVIII el 20% de la población Colombiana disfrutaba de algunas de las ventajas de la “casta” de los blancos, el resto, eran indios sumidos en la servidumbre, esclavos, arrochelados, huidos y mestizos pobres de todo género. La guerra de Independencia (1808-1822) creó sistemas de movilidad social como los ejércitos, la burocracia estatal y nuevas fronteras territoriales que unidas a los signos de libertad, permitieron que la población rural y semiurbana se vinculara a nuevos escenarios económicos, políticos y de seguridad personal y familiar. La posguerra de Independencia reforzó los sectores medios y altos que llegaron a ser el 35% de la población. Sin embargo, casi dos siglos después los modelos de crecimiento y desarrollo dejan en Colombia 26 millones de pobres absolutos, cuyos ingresos diarios están por debajo de dos dólares. Con 40 millones de habitantes la cifra representa el 65% de la población. Así, el reto actual de Colombia es incorporar a los mercados y al bienestar al menos un 20-25%% de estos 26 millones de parias. Con ello fortalecería su democracia incipiente y ofrecería una alternativa de movilidad derivada de la paz y no de la guerra. Este es el más grande reto para la economía, para los políticos y para la sociedad en su conjunto. Como ha sido reconocido por expertos funcionarios de Naciones Unidas, “Las reflexiones sobre los resultados frustrantes de las reformas y el descontento social” en América Latina y otras regiones “deberían convencer a muchos sobre la necesidad de repensar la agenda del desarrollo”. Una nueva agenda que debe pasar, no sólo por la pobreza, sino por los problemas del medio ambiente, de la diversidad cultural, de los derechos humanos, de las reivindicaciones de género y grupos minoritarios y por los de la extensión y garantía de los derechos ciudadanos.

Pero ¿Qué habría pasado si Colombia hubiera recibido los flujos migratorios de población europea que recibió Argentina, Chile, Brasil o Uruguay? Un ejercicio contrafactual nos llevaría a suponer que, al menos, habríamos logrado fortalecer las clases medias, modernizar el Estado y cambiar sus costumbres políticas. Pero el problema de América Latina es que cualquier ejercicio de análisis empírico o virtual está determinado, en última instancia, por los intereses de los sistemas hegemónicos a nivel mundial.

Pero así como Colombia no ha tenido grandes oleadas de gentes provenientes del hemisferio norte, sí ha tenido históricamente un gran movimiento de poblaciones, forzadas a recorrer su territorio de un lugar a otro, huyendo de criminales de oficio que se visten de conquistadores, civilizadores, libertadores y promeseros de pan y equidad social. Las migraciones internas no han cesado desde el siglo XVI cuando llegaron Balboa, Andagoya y Pedrarias Dávila a fundar la primera ciudad y el primer gobierno de Tierra Firme en el Urabá. Desde entonces, es intermitente el movimiento de gentes buscando siempre un lugar en donde proyectar su capacidad creativa negada por guerreros alucinados con mesianismos patentados por la muerte. Desde 1501, miles de indígenas de la costa caribe colombiana fueron víctimas de razzias, de una guerra sistemática que les hizo objeto de torturas, mutilaciones, incendios de pueblos, etnocidios y destrucción de sus economías comunitarias. En menos de cien años la población indígena desapareció de muchas regiones. Quienes sobrevivieron marcharon, con cuanto cabía en sus espaldas, incluidos niños, a buscar refugio lejos de estos civilizadores de ocasión. Caravanas enteras se revolvían sobre el territorio de la actual Colombia, por llanos y selvas, montañas y ríos en un esfuerzo por preservar su cultura, lejos de las zonas de conflicto. Pueblos de aquí se asentaban allá y los de más acá tuvieron que refundar su cosmos en las tierras de otros lados. Estos desplazamientos dejaron un mapa etnológico confuso en la historia de Colombia.

Una vez pasados estos primeros años y, cuando el mundo se sembró de poblados y ciudades, los nativos siguieron huyendo a “otros mundos”, lugares perdidos en la selva o en los bosques. 

Al llegar la guerra de independencia y las guerras civiles del siglo XIX la gente fue empujada a otros lugares, lejos de las levas y de las amenazas de los contendientes. Los que no huyeron tuvieron que afrontar el acoso, el juicio sumario y el delito de vivir en el territorio del otro. Y cuando arribó la llamada “Violencia” (1948-1964) en el siglo XX, los indios de Yaguará huyeron de la policía, el ejército, los terratenientes y los “pájaros” asesinos, mil kilómetros hacia el Oriente, a los Llanos del Yarí (Caquetá) en donde replantaron su comunidad con el nombre de Yaguará II, en un esfuerzo por preservar su identidad. Pero la violencia no sólo empujó etnias, sino a campesinos que buscaron refugio en los Llanos Orientales, en el Magdalena Medio, en la Costa, en el Sur, en las vertientes que caen sobre la región amazónica.

De hecho en el período de la Violencia de mediados de siglo se registraron alrededor de 300.000 muertos y se calcula en dos millones el número de desplazados internos en medio de procesos de reestructuración profunda de la propiedad de la tierra. Una cifra muy alta, que en su momento correspondía al diez por ciento del total de la población. Pero la historia de este desplazamiento forzado ni siquiera se ha escrito aunque se conozcan sus trazos más protuberantes.
 
A la emigración masiva del período de la Violencia le había precedido la de quienes lo habían hecho voluntariamente atraídos por los procesos de industrialización y modernización que se operaba en las ciudades del primer tercio del siglo XX.

Las mayores migraciones internas durante los siglos XIX y XX están definidas por la llamada colonización antioqueña que ocupó la región central de Colombia. Pero, junto a esta migración tan importante, hubo otras menos estudiadas. La de los grupos negros recién liberados, la de los boyacences y cundinamarqueses que bajaron de las altiplanicies a las vertientes y luego subieron a las zonas frías de la cordillera central. Todos estos grupos fueron a zonas de colonización, a nuevas haciendas y a nuevos centros dinámicos como puertos fluviales y marítimos. El desarrollo de vías de comunicación y las primeras industrias atrajeron trabajadores rurales de tal manera que las ciudades comenzaron a crecer entre 1920 y 1950. Después de este último año el desarrollo industrial y la llamada “violencia” colombiana atrajeron y expulsaron gente hacia las ciudades que alcanzaron una tasa de urbanización del 26 por mil entre 1951-64, frente al 19,5 que había tenido entre 1938 y 1951. Al menos hasta 1960 los aportes migratorios “que recogen las grandes ciudades...no están compuestos necesaria y principalmente por campesinos, sino también frecuentemente por ciudadanos de otras ciudades y núcleos urbanos menores...”. Como la población se concentraba en los núcleos urbanos, el censo de 1964 reveló que el 71% de los hombres “entre los 15 y los 64 años residentes en Bogotá “eran migrantes”, a la vez que uno de “cada cuatro adultos colombianos nacidos en áreas rurales que rodean a Bogotá”, vivían en esta ciudad.

Pero lo que se advertía en la década del 70 era que: “La urbanización ha crecido paralelamente con la delincuencia, el abandono de la infancia, la ruptura de las relaciones familiares y la concentración de la miseria al lado de la concentración de la riqueza”. Los efectos letales de esta realidad se manifestarían con toda su crudeza en las décadas siguientes. Estos procesos de búsqueda de expectativas por mejorar las condiciones de vida y por encontrar tranquilidad, se han visto superados por una nueva ola de violencia que expulsa campesinos de sus parcelas y de pequeños núcleos urbanos a las ciudades. La hostilidad de éstas y la crisis económica ha fortalecido todas las formas previsibles de delincuencia como un modo de sobrevivir. A ello se unen nuevas migraciones forzadas que van hinchando la zonas marginales de los centros urbanos, incrementando el potencial de desazón y delincuencia. De hecho.

El desplazamiento forzado interno es una de las manifestaciones de esta crisis, quizá la de mayor gravedad, no sólo por la magnitud que reviste (cerca de 2 millones de personas en 15 años) sino por el tipo de rupturas sociales, políticas y culturales que genera; por los interrogantes profundos que plantea sobre el sentido histórico y futuro de la nación colombiana y por la tendencia a la fragmentación social que conlleva

La progresión del conflicto armado ha sido capaz de suplantar las migraciones internas voluntarias y heroicas que predominaron hasta 1993. Tal vez el fenómeno más importante de las migraciones internas después de la llamada colonización antioqueña de finales del siglo XIX, la de quienes buscaban mejores condiciones de vida a comienzos del siglo XX y la de los emigrados de la “violencia colombiana” de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, lo constituye, en los últimos años, el éxodo de “un país que huye” de los ejércitos en conflicto. 

El “socialismo democrático” que un día fundamentó la razón de las luchas agrarias y sindicales en Colombia le cerró los espacios a la política para que prevalecieran las armas. Cierta paranoia acompaña a estos guerreros que buscan convertirse, por la fuerza, en interlocutores válidos y únicos de la sociedad marginal frente al Estado. Para ello ocupan territorios y obligan a la población rural y semiurbana a huir. Pero huir no es como en los años de 1950, cuando era posible buscar un nuevo lugar para refundar la casa y el patrimonio. En nuestros días, huir es revolverse sobre sí mismo, es no tener lugar de destino ni esperanza de retorno. Huir es casi morir con el espacio, con los referentes culturales, con los sueños y en el intento de sobrevivir. Huir es no llegar a ningún destino. El problema de Colombia hoy es que no tiene un lugar para los desplazados de la guerra. Quienes deciden quedarse, optan por una agonía más prolongada. Los que no huyen ingresan automáticamente al mundo caprichoso de los contendientes. Quedan atados en uno de los infiernos en que se debate Colombia. Si otro actor endemoniado ingresa a estos territorios efectúa una “limpieza política” mediante la eliminación sistemática de los pobladores.

Los principales grupos señalados como promotores del desplazamiento, son los “esmeralderos, grupos de autodefensa, guerrilla, milicias populares, narcotráfico, organismos del Estado (DAS, Policía, Fuerzas Militares) paramilitares y terratenientes”. Todos los señores del conflicto actúan en este fenómeno. En Colombia no hay “limpieza étnica”, ni “limpieza religiosa”. Lo que existe es una “limpieza sucia” sistemática en donde las víctimas mueren a veces sin saber bajo qué banderas o principios fueron alineados antes de enfrentar el pelotón de fusilamiento o a la banda de incendiarios. En ocasiones, todo sucede según el lugar que habiten y trabajen. Y las razones pueden ser múltiples. “El 90% de los hogares consultados huyeron por hechos violentos cometidos por los actores de la confrontación armada. Paramilitares 47%, Guerrillas 35%, Fuerzas militares 8%. El 10% restante corresponde a desconocidos, narcotraficantes, milicias y otros”. Sin embargo una investigación en hogares desplazados en el municipio de Soacha (Sur de Bogotá) a donde han arribado 24.750 personas en 4 años, señalaron “a la guerrilla como el actor armado que provocó el desplazamiento” del 53% de los hogares mientras que el 23% señalo a las autodefensas y el 12% a las fuerzas militares. 

Desde 1994 la cifra de desplazados ha ido creciendo y con ello se expanden los cuadros de los traumas personales, familiares, comunales y locales. En 1997, “cada hora 28 colombianos se vieron obligados a abandonar sus hogares víctimas de la violencia política” mientras que en el año 2000 la cifra de desplazados alcanzó a 300 mil personas. En resumen: entre 1985 y 1994 hubo 700 mil desplazados, mientras que entre 1995 y 1999, la cifra se elevó a 1.760.000 desplazados más. De ellos, 86.799 hogares abandonaron 3.057.795 hectáreas de tierra entre 1996 y 1999. El impacto humano, económico, social y sicológico es tan complejo, que el Estado colombiano parece no comprender aún que se trata de una bomba de tiempo que recorre el país y se aglutina en las goteras de las grandes y pequeñas ciudades. Durante el primer trimestre del año 2001 arribaron a Bogotá 22.620 desplazados, la mayoría provenientes de zonas rurales mientras que en los primeros 8 meses del mismo año 870 familias habían sido desplazadas en el Departamento de Cundinamarca. Un flujo migratorio que ha hecho comunes escenas de desesperanza y abandono de familias que encuentran ciudades hostiles a su condición de refugiados.

Los desplazados de la Guerra contra la drogas

Pero las gentes no sólo huyen de guerrillas y autodefensas, sino también de militares que fumigan y controlan territorios en nombre del Plan Colombia o de la Guerra contra las Drogas. “El Plan Colombia, especialmente las fumigaciones contra las plantaciones de coca y el ataque militar contrainsurgente en el sur del país, representa una nueva causa de desplazamiento forzado y refugio que ya se advierte en el departamento del Putumayo y en la zona de frontera con el Ecuador”. El ejercicio de “erradicar” coca o amapola mediante el uso de herbicidas que atentan contra el medio ambiente se ha convertido en uno de los recursos más agresivos contra la población. Más de 1000 hombres y “toda su flotilla aérea” de la policía fue desplegada para “fumigar cultivos ilícitos en el Catatumbo”. La fumigación de 500 hectáreas en Manaure (César) ocasionó la pérdida “de más de 100 hectáreas de cultivos de tomate de árbol, lulo y cebolla” y el desplazamiento de unas 70 familias. A su vez, la fumigación de 7.000 hectáreas de coca “en la Gabarra y las Mercedes” (Norte de Santander) ha dejado “desempleo y hambre porque, además de las matas de coca, el veneno quemó cultivos de plátano, yuca y caña”. Así en el primer trimestre del año 2001, 92.000 personas han tenido que “abandonar sus tierras por la violencia”. Se considera que “La política antinarcóticos basada en la represión de los cultivos ilícitos lleva a nuevas formas de movilidad de estas economías y sus secuelas sociales hacia otros territorios de la región Andina, comprometiendo de paso la reserva ambiental multinacional del Amazonas”.

El Plan Colombia es un plan que, como ha afirmado el escritor Carlos Fuentes, “pone en marcha planes militares que ahondan la violencia” y desintegra la estructura de poder de tal manera que “uno se pregunta si sigue habiendo Estado en Colombia...”. Su reflexión se origina en que el Estado colombiano carece de autoridad moral, de autonomía, de control total del territorio y de capacidad para decidir si puede seguir o no envenenando las selvas, los páramos y los cultivos de miles de familias. La Defensoría del Pueblo, la Contraloria General de la Nación, los gobernadores de las regiones más afectadas y, hasta las mismas empresas productoras de Químicos, han protestado contra el empleo de productos fungicidas que atentan contra el medio ambiente y la salud. 

Muchos lectores supondrán que los problemas nacionales internos no tienen por qué estar determinados por regímenes hegemónicos de carácter mundial. Pero negar este hecho en la historia de América Latina, sería hacer tábula rasa de una de las verdades más importantes de su presente. La larvada guerra civil que vive Colombia desde 1948 se ha inscrito en proyectos internacionales, principalmente de los de Estados Unidos. 

El universo de la marihuana, coca y amapola tienen una incidencia directa sobre los problemas migratorios en Colombia. En primer lugar porque que estas plantas que antes inspiraban a brujos y shamanes o a cantantes de boleros y ritmos tropicales, o a Goethe que veía en la Amapola el rojo de su teoría de los colores, se han convertido en la renta fundamental de miles de campesinos del Amazonas, del Caribe y de los Andes. En segundo lugar, porque los grupos guerrilleros, que un día surgieron como alternativas ideológicas a la “guerra fría”, las han convertido en verdadero banco emisor de recursos económicos para combatir al Estado y al “Plan Colombia”. Es decir que de los “estímulos morales” del viejo socialismo, se pasó a los “estímulos materiales”. Y las guerrillas encontraron en estas plantas inocentes, después de 1989, un recurso financiero que les ha permitido actuar con autonomía frente al Estado Colombiano. Este cambio de los incentivos morales por los materiales se encuentra ligado al cobro de impuestos por cosechar, transformar y comercializar cultivos ilícitos. Los recursos económicos les ha permitido a los grupos en guerra adquirir armamento muy sofisticado. Las FARC han logrado uniformar a 16.529 hombres en el campo y fortalecer las milicias urbanas en las zonas marginales de las grandes ciudades. Su poder militar es tal que demanda la convocatoria de una nueva Constituyente en donde ellos sean el 50% del poder y el otro 50% la clase política tradicional. Quienes no tienen armas y, son escépticos a las propuestas políticas de todos los actores de la guerra, no tendrían espacio en esta nueva forma de Estado. Según uno de los voceros de las FARC “Colombia requiere una constitución democrática y popular” mientras que otro sostiene que para ellos se trata de “...establecer el gobierno que nosotros decidamos por mayoría a través de una Asamblea Constituyente, pero que de verdad nos represente, que erradique para siempre a los partidos tradicionales...”. Pero los partidos políticos son el 35-40% del electorado ¿Será posible su erradicación?

Desgraciadamente en este conflicto no existen prácticas de contención de la guerra mediante políticas de desarrollo social ni de reconversión de la marginalidad en fuerza productiva. El Estado Colombiano sólo sabe de represión militar y presión fiscal para la guerra y el pago de la deuda externa. No existen proyectos alternativos de desarrollo mediante inversión social en educación, políticas de bienestar y financiamiento de empresas comunitarias. 

Pero no todo el financiamiento de la guerrilla se genera en los cultivos ilícitos. Ella recurre al secuestro y a la extorsión. Mediante la llamada “Ley 002” dispuso que todos aquellos que posean un patrimonio superior a 1 millón de dólares deben pagar un impuesto equivalente al 10% para financiar la insurgencia. Igualmente obtiene otras rentas de sus inversiones económicas. Es decir que funciona como una gran empresa militar, económica, política y fiscal. Toda esta estrategia ha sido combatida, primero por el Ejército colombiano, el enemigo natural de la insurgencia. Después de 1980, por las llamadas Autodefensas que de la acción defensiva pasaron rápidamente a la ofensiva. Ante la escalada guerrillera, las autodenfensas han crecido en los últimos años hasta llegar a tener un ejército de más de 10 mil combatientes. Las Autodefensas, que operan como una guerrilla de derecha, se financian del mismo modo que las guerrillas de izquierda, más los aportes voluntarios de ganaderos, de tenedores de tierras y de grandes y pequeños comerciantes. Por supuesto que también cobran impuestos de los cultivos ilícitos allí en donde controlan territorios. Es decir que sus mecanismos de operación son tan eficaces como los de la guerrilla. Acusados de ser paramilitares, esta guerrilla de derecha, ha querido ser el soporte militar de la clase media ante la incapacidad del Estado por garantizar la seguridad. Tal vez el éxito más notable de las Farc en la llamadas “conversaciones de paz” es haber conseguido que el Estado abra un nuevo frente de guerra contra sus enemigos más temidos como son las autodefensas. Este nuevo frente militar del Estado le ha brindado a las guerrillas una mayor movilidad y operatividad en su lucha armada. 

Por su parte el Estado colombiano no opera como tal, pues depende de las decisiones de los Estados Unidos. Y a estos sólo les interesa fumigar cultivos ilícitos, crear nuevas unidades de combate y fortalecer a las fuerzas militares. Tal es el espíritu del Plan Colombia, monitoreado por todo tipo de autoridades americanas y supervigilado por su Embajada. Un informe especializado escrito para los mismos Estados Unidos diagnostica la necesidad de pensar en una distinción entre contraisurgencia y contranarcóticos, en crear “autodefensas reguladas por el Estado”, en fortalecer la incorporación de nueva tecnología militar y evitar que la fumigación termine por generar apoyos a la guerrilla. Este informe paradójicamente concluye que “El gobierno de Colombia, al aceptar como única la visión de Estados Unidos a cambio de los recursos que éste le proporciona, ha perdido margen de maniobra para desarrollar otras estrategias que pueden ser más convenientes”. 

La guerra fría (1948-89) y la guerra contra las drogas han dejado millones de muertos y desplazados en Colombia. Sin embargo, los emigrantes forzados de la guerra fría encontraron una frontera rural y urbana. Allí pudieron tener una seguridad y una oportunidad para rehacer la vida. Pero los emigrados de la “guerra contra las drogas” no tienen fronteras físicas y deambulan como peste sin destino. Entre 1995 y hoy, dos millones y medio de personas han huido de sus tierras y provincias, y en su caminar sólo encuentran territorios de intolerancia. Se dice que entre 1995 y 1999, el 30% de las familias desplazadas “poseía tierras, con o sin título,” con un área promedio de 3 hectáreas. Es decir que 52 mil familias perdieron o vendieron en “condiciones desventajosas” o abandonaron 160 mil hectáreas. Los ejércitos de combatientes los expulsa y el Estado los abandona y les deja expuestos a perder su identidad, a vivir en la nostalgia, a caer en el vicio, y a sobrevivir en un mundo sin retorno. Y lo más paradójico: a tener que ingresar al círculo de la delincuencia, los negocios clandestinos, la emigración a zonas de cultivos ilícitos y a la lucha armada para contribuir a trazar el círculo de este universo de desesperados y desarraigados. Terminan enfrentando a los actores que los desarraigaron introduciéndole al conflicto pasiones y odios irreconciliables. En general, los desplazados “por temor ocultan su condición y engrosan las filas de la violencia”. Otros se pegan en esquinas y calles de las ciudades como si fuesen las primeras lavas de un volcán que anuncian una erupción futura. “El problema de Colombia es una tragedia de proporciones enorme(s), tan grande como cualquier desastre natural”, afirmó un congresista americano. El hecho de que “cada hora llegan a Bogotá 4 desplazados de la violencia” y que en el año 2000 se hayan instalado en esta ciudad 43 mil desplazados, pone de manifiesto la magnitud de un problema social de incalculables consecuencias para el país.

Todos huyen, hombres, mujeres y niños en una diáspora que no recorre como en el siglo XVI el interior del país, sino otros territorios y otras naciones convirtiéndose en una plaga que, como la viruela en el siglo XVIII, es capaz de conmover la tranquilidad pública. Un problema nacional que se ha vuelto internacional. Enfermos de miseria miles de desplazados llegan sin Visa hasta las aldeas globalizadas. Una población, la cual al convertirse en refugiados, queda “expuesta a maltratos y abusos de las fuerzas militares” de países vecinos y amigos, “bajo la consideración de que se trata de narcotraficantes o de colaboradores de los actores armados colombianos”. Entonces son comprensibles las leyes de extranjería cuyas murallas quieren detener los sueños de paz, de vida y de orden de estos desterrados de la guerra. Pero para los refugiados la globalización no opera como un derecho a elegir territorio y aspirar a un trabajo. La globalización es para las mercaderías y para los capitales de las grandes corporaciones. Un día Europa vio en América Latina la residencia del sueño por la libertad y el progreso personal cuando otras guerras, no menos crueles que las nuestras, les negaban el derecho a vivir. América se llenó de hombres honestos, delincuentes y tramposos. Pero ahora, ante el rechazo universal a la libre circulación de fuerza de trabajo, en el hemisferio sur se repite aquel dicho popular de que: “¡Así paga el diablo a quien bien le sirve!”. Lo paradójico es que las nuevas restricciones invitan a una globalización de la criminalidad y la delincuencia común. Tal es la elección de quienes niegan el cambio de la agenda del desarrollo.

Los autores

Todos los problemas aquí esbozados son analizados empíricamente por diversos autores colombianos. No vale la pena repetir sus argumentos ni insistir en los gestos del drama. Basta con leer los testimonios que unos y otros recogen para dibujar una idea sobre las deformaciones de una nación. Su sociedad sufre una guerra inventada por múltiples poderes en un ejercicio caótico de represión y contestación. Las regiones, las familias y la literatura se han visto inundadas por el ruido de quienes caminan en busca de un refugio.

La importancia de la migración y el éxodo no es sólo un fenómeno de población sino que conlleva un compromiso ético de quienes dicen ser herederos de viejos y nuevos humanismos. Colombia merece ser asimilada y apoyada. Pero cuando hablo de Colombia no pienso en sus gobernantes ni en sus herederos políticos, pienso en los que sufren el destierro, en los que sufren en silencio, en los que cohabitan con el luto, en aquellos que añoran la lluvia, un espacio y unos pájaros. Colombia es más que sus diplomáticos, embaucadores silenciosos de la tragedia nacional. Colombia es una herida abierta sobre el mundo. Es una agonía que inunda los Andes, el Caribe y el Amazonas. Todo este patrimonio de vientos, hojas, aves e insectos, todos los ríos de colores con sus peces se han alejado de la vida cotidiana con su sinfonía de sonidos y lenguajes. Es necesario un lugar para volver a reconstruir las palabras y las cosas. Y ese único lugar está aquí, el cual hemos perdido con la complacencia tuya y la mía, mientras los unos hacen de mesías iracundos y los otros nos envenenan el pulmón del mundo.

Universidad Nacional de Colombia

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