Emigración y Éxodo en la Historia de Colombia
La fuerza inmigratoria
Con excepción de la inmigración española y la introducción de negros africanos durante los siglos XVI a XVIII, el territorio colombiano no ha sido receptor de grandes corrientes migratorias procedentes de Europa o de otros continentes. Los flujos que han llegado después de la Independencia han sido muy pequeños, lo suficiente como para crear unas colonias que apenas han permeado localidades pero no la sociedad ni la economía nacional en su conjunto. Alemanes, italianos, judíos, árabes y españoles han contribuido a dinamizar ciertos sectores económicos y financieros de diversas regiones de Colombia, en distintos períodos de los dos últimos siglos. Así a finales del siglo XIX y principios del siglo XX los alemanes se vincularon a la economía cafetera en Santander, a la economía tabacalera, a la ganadería y al transporte fluvial en la Costa Atlántica como al sistema bancario en Antioquía. En este período los judíos y los árabes fueron animadores de las actividades mercantiles. A comienzos del siglo XX ciudades de diversas regiones de Colombia vieron florecer a pequeños comerciantes y cacharreros de origen árabe y judío. Aún a mediados de los años de 1950 era común observar, en los pueblos de los Andes, a los “turcos” manejando el comercio local de telas, fantasías y bienes industriales propios de la época.
Los grandes movimientos de población que invadieron el Sur de América o las Antillas, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, nada tienen que ver con Colombia, un país curiosamente abierto a lo extranjero pero cerrado al potencial de una inmigración masiva. Los intentos de Bolívar y de la recién fundada República de remozar la economía y la sociedad con inmigrantes europeos y americanos, fracasaron a pesar de haber entregado 2.4 millones de hectáreas, entre 1820 y 1830, a 24 empresas y empresarios extranjeros asociados con colombianos. Las tierras y los apoyos fiscales del Estado “para favorecer la inmigración de extranjeros”, no fueron suficientes para vencer el temor al trópico y el incumplimiento de las empresas interesadas en estas actividades. Es indudable que no era rentable poner a operar economías en territorios aislados con climas malsanos y con productos de baja demanda en los mercados internacionales.
Los movimientos migratorios masivos no sólo pueden transformar la composición social de una nación sino cambiar las costumbres políticas, los hábitos, la cultura y las ideologías. La colonización del siglo XVI y las migraciones al Sur de América en los siglos XIX y XX son ejemplos de ello. Los efectos de estos impactos constituyen una de las grandes diferencias de Colombia con aquellos países que desarrollaron políticas migratorias en América Latina, después de 1850. A la ausencia de nuevas ideas y de una vocación por universalizar lo local se debe, en gran parte, el espíritu conservador de nuestras clases dirigentes. Su capacidad de manipular las políticas de Estado y su predisposición a preservar, aún a costa de la guerra, viejas estructuras de poder económico y político, ha colocado a las fuerzas gobernantes, tradicionales y modernas, al borde de una catástrofe. Tal es por lo menos el fondo de la ecuación política que nadie puede resolver a comienzos del siglo XXI en Colombia. Estos grupos políticos, herederos de una república fracasada democráticamente, se niegan a propiciar un tránsito pacífico capaz de incorporar al bienestar un porcentaje importante de la población marginada del país. Por ello, preservan el espectáculo dramático de su exterminio y su pauperización.
A finales del siglo XVIII el 20% de la población Colombiana disfrutaba de algunas de las ventajas de la “casta” de los blancos, el resto, eran indios sumidos en la servidumbre, esclavos, arrochelados, huidos y mestizos pobres de todo género. La guerra de Independencia (1808-1822) creó sistemas de movilidad social como los ejércitos, la burocracia estatal y nuevas fronteras territoriales que unidas a los signos de libertad, permitieron que la población rural y semiurbana se vinculara a nuevos escenarios económicos, políticos y de seguridad personal y familiar. La posguerra de Independencia reforzó los sectores medios y altos que llegaron a ser el 35% de la población. Sin embargo, casi dos siglos después los modelos de crecimiento y desarrollo dejan en Colombia 26 millones de pobres absolutos, cuyos ingresos diarios están por debajo de dos dólares. Con 40 millones de habitantes la cifra representa el 65% de la población. Así, el reto actual de Colombia es incorporar a los mercados y al bienestar al menos un 20-25%% de estos 26 millones de parias. Con ello fortalecería su democracia incipiente y ofrecería una alternativa de movilidad derivada de la paz y no de la guerra. Este es el más grande reto para la economía, para los políticos y para la sociedad en su conjunto. Como ha sido reconocido por expertos funcionarios de Naciones Unidas, “Las reflexiones sobre los resultados frustrantes de las reformas y el descontento social” en América Latina y otras regiones “deberían convencer a muchos sobre la necesidad de repensar la agenda del desarrollo”. Una nueva agenda que debe pasar, no sólo por la pobreza, sino por los problemas del medio ambiente, de la diversidad cultural, de los derechos humanos, de las reivindicaciones de género y grupos minoritarios y por los de la extensión y garantía de los derechos ciudadanos.
Pero ¿Qué habría pasado si Colombia hubiera recibido los flujos migratorios de población europea que recibió Argentina, Chile, Brasil o Uruguay? Un ejercicio contrafactual nos llevaría a suponer que, al menos, habríamos logrado fortalecer las clases medias, modernizar el Estado y cambiar sus costumbres políticas. Pero el problema de América Latina es que cualquier ejercicio de análisis empírico o virtual está determinado, en última instancia, por los intereses de los sistemas hegemónicos a nivel mundial.
Pero así como Colombia no ha tenido grandes oleadas de gentes provenientes del hemisferio norte, sí ha tenido históricamente un gran movimiento de poblaciones, forzadas a recorrer su territorio de un lugar a otro, huyendo de criminales de oficio que se visten de conquistadores, civilizadores, libertadores y promeseros de pan y equidad social. Las migraciones internas no han cesado desde el siglo XVI cuando llegaron Balboa, Andagoya y Pedrarias Dávila a fundar la primera ciudad y el primer gobierno de Tierra Firme en el Urabá. Desde entonces, es intermitente el movimiento de gentes buscando siempre un lugar en donde proyectar su capacidad creativa negada por guerreros alucinados con mesianismos patentados por la muerte. Desde 1501, miles de indígenas de la costa caribe colombiana fueron víctimas de razzias, de una guerra sistemática que les hizo objeto de torturas, mutilaciones, incendios de pueblos, etnocidios y destrucción de sus economías comunitarias. En menos de cien años la población indígena desapareció de muchas regiones. Quienes sobrevivieron marcharon, con cuanto cabía en sus espaldas, incluidos niños, a buscar refugio lejos de estos civilizadores de ocasión. Caravanas enteras se revolvían sobre el territorio de la actual Colombia, por llanos y selvas, montañas y ríos en un esfuerzo por preservar su cultura, lejos de las zonas de conflicto. Pueblos de aquí se asentaban allá y los de más acá tuvieron que refundar su cosmos en las tierras de otros lados. Estos desplazamientos dejaron un mapa etnológico confuso en la historia de Colombia.
Una vez pasados estos primeros años y, cuando el mundo se sembró de poblados y ciudades, los nativos siguieron huyendo a “otros mundos”, lugares perdidos en la selva o en los bosques.
Al llegar la guerra de independencia y las guerras civiles del siglo XIX la gente fue empujada a otros lugares, lejos de las levas y de las amenazas de los contendientes. Los que no huyeron tuvieron que afrontar el acoso, el juicio sumario y el delito de vivir en el territorio del otro. Y cuando arribó la llamada “Violencia” (1948-1964) en el siglo XX, los indios de Yaguará huyeron de la policía, el ejército, los terratenientes y los “pájaros” asesinos, mil kilómetros hacia el Oriente, a los Llanos del Yarí (Caquetá) en donde replantaron su comunidad con el nombre de Yaguará II, en un esfuerzo por preservar su identidad. Pero la violencia no sólo empujó etnias, sino a campesinos que buscaron refugio en los Llanos Orientales, en el Magdalena Medio, en la Costa, en el Sur, en las vertientes que caen sobre la región amazónica.
De hecho en el período de la Violencia de mediados de siglo se registraron alrededor de 300.000 muertos y se calcula en dos millones el número de desplazados internos en medio de procesos de reestructuración profunda de la propiedad de la tierra. Una cifra muy alta, que en su momento correspondía al diez por ciento del total de la población. Pero la historia de este desplazamiento forzado ni siquiera se ha escrito aunque se conozcan sus trazos más protuberantes.
A la emigración masiva del período de la Violencia le había precedido la de quienes lo habían hecho voluntariamente atraídos por los procesos de industrialización y modernización que se operaba en las ciudades del primer tercio del siglo XX.
Las mayores migraciones internas durante los siglos XIX y XX están definidas por la llamada colonización antioqueña que ocupó la región central de Colombia. Pero, junto a esta migración tan importante, hubo otras menos estudiadas. La de los grupos negros recién liberados, la de los boyacences y cundinamarqueses que bajaron de las altiplanicies a las vertientes y luego subieron a las zonas frías de la cordillera central. Todos estos grupos fueron a zonas de colonización, a nuevas haciendas y a nuevos centros dinámicos como puertos fluviales y marítimos. El desarrollo de vías de comunicación y las primeras industrias atrajeron trabajadores rurales de tal manera que las ciudades comenzaron a crecer entre 1920 y 1950. Después de este último año el desarrollo industrial y la llamada “violencia” colombiana atrajeron y expulsaron gente hacia las ciudades que alcanzaron una tasa de urbanización del 26 por mil entre 1951-64, frente al 19,5 que había tenido entre 1938 y 1951. Al menos hasta 1960 los aportes migratorios “que recogen las grandes ciudades...no están compuestos necesaria y principalmente por campesinos, sino también frecuentemente por ciudadanos de otras ciudades y núcleos urbanos menores...”. Como la población se concentraba en los núcleos urbanos, el censo de 1964 reveló que el 71% de los hombres “entre los 15 y los 64 años residentes en Bogotá “eran migrantes”, a la vez que uno de “cada cuatro adultos colombianos nacidos en áreas rurales que rodean a Bogotá”, vivían en esta ciudad.
Pero lo que se advertía en la década del 70 era que: “La urbanización ha crecido paralelamente con la delincuencia, el abandono de la infancia, la ruptura de las relaciones familiares y la concentración de la miseria al lado de la concentración de la riqueza”. Los efectos letales de esta realidad se manifestarían con toda su crudeza en las décadas siguientes. Estos procesos de búsqueda de expectativas por mejorar las condiciones de vida y por encontrar tranquilidad, se han visto superados por una nueva ola de violencia que expulsa campesinos de sus parcelas y de pequeños núcleos urbanos a las ciudades. La hostilidad de éstas y la crisis económica ha fortalecido todas las formas previsibles de delincuencia como un modo de sobrevivir. A ello se unen nuevas migraciones forzadas que van hinchando la zonas marginales de los centros urbanos, incrementando el potencial de desazón y delincuencia. De hecho, El desplazamiento forzado interno es una de las manifestaciones de esta crisis, quizá la de mayor gravedad, no sólo por la magnitud que reviste (cerca de 2 millones de personas en 15 años) sino por el tipo de rupturas sociales, políticas y culturales que genera; por los interrogantes profundos que plantea sobre el sentido histórico y futuro de la nación colombiana y por la tendencia a la fragmentación social que conlleva.
La progresión del conflicto armado ha sido capaz de suplantar las migraciones internas voluntarias y heroicas que predominaron hasta 1993. Tal vez el fenómeno más importante de las migraciones internas después de la llamada colonización antioqueña de finales del siglo XIX, la de quienes buscaban mejores condiciones de vida a comienzos del siglo XX y la de los emigrados de la “violencia colombiana” de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, lo constituye, en los últimos años, el éxodo de “un país que huye” de los ejércitos en conflicto.
El “socialismo democrático” que un día fundamentó la razón de las luchas agrarias y sindicales en Colombia le cerró los espacios a la política para que prevalecieran las armas. Cierta paranoia acompaña a estos guerreros que buscan convertirse, por la fuerza, en interlocutores válidos y únicos de la sociedad marginal frente al Estado. Para ello ocupan territorios y obligan a la población rural y semiurbana a huir. Pero huir no es como en los años de 1950, cuando era posible buscar un nuevo lugar para refundar la casa y el patrimonio. En nuestros días, huir es revolverse sobre sí mismo, es no tener lugar de destino ni esperanza de retorno. Huir es casi morir con el espacio, con los referentes culturales, con los sueños y en el intento de sobrevivir. Huir es no llegar a ningún destino. El problema de Colombia hoy es que no tiene un lugar para los desplazados de la guerra. Quienes deciden quedarse, optan por una agonía más prolongada. Los que no huyen ingresan automáticamente al mundo caprichoso de los contendientes. Quedan atados en uno de los infiernos en que se debate Colombia. Si otro actor endemoniado ingresa a estos territorios efectúa una “limpieza política” mediante la eliminación sistemática de los pobladores.
Los principales grupos señalados como promotores del desplazamiento, son los “esmeralderos, grupos de autodefensa, guerrilla, milicias populares, narcotráfico, organismos del Estado (DAS, Policía, Fuerzas Militares) paramilitares y terratenientes”. Todos los señores del conflicto actúan en este fenómeno. En Colombia no hay “limpieza étnica”, ni “limpieza religiosa”. Lo que existe es una “limpieza sucia” sistemática en donde las víctimas mueren a veces sin saber bajo qué banderas o principios fueron alineados antes de enfrentar el pelotón de fusilamiento o a la banda de incendiarios. En ocasiones, todo sucede según el lugar que habiten y trabajen. Y las razones pueden ser múltiples. “El 90% de los hogares consultados huyeron por hechos violentos cometidos por los actores de la confrontación armada. Paramilitares 47%, Guerrillas 35%, Fuerzas militares 8%. El 10% restante corresponde a desconocidos, narcotraficantes, milicias y otros”. Sin embargo una investigación en hogares desplazados en el municipio de Soacha (Sur de Bogotá) a donde han arribado 24.750 personas en 4 años, señalaron “a la guerrilla como el actor armado que provocó el desplazamiento” del 53% de los hogares mientras que el 23% señalo a las autodefensas y el 12% a las fuerzas militares.
Desde 1994 la cifra de desplazados ha ido creciendo y con ello se expanden los cuadros de los traumas personales, familiares, comunales y locales. En 1997, “cada hora 28 colombianos se vieron obligados a abandonar sus hogares víctimas de la violencia política” mientras que en el año 2000 la cifra de desplazados alcanzó a 300 mil personas. En resumen: entre 1985 y 1994 hubo 700 mil desplazados, mientras que entre 1995 y 1999, la cifra se elevó a 1.760.000 desplazados más. De ellos, 86.799 hogares abandonaron 3.057.795 hectáreas de tierra entre 1996 y 1999. El impacto humano, económico, social y sicológico es tan complejo, que el Estado colombiano parece no comprender aún que se trata de una bomba de tiempo que recorre el país y se aglutina en las goteras de las grandes y pequeñas ciudades. Durante el primer trimestre del año 2001 arribaron a Bogotá 22.620 desplazados, la mayoría provenientes de zonas rurales mientras que en los primeros 8 meses del mismo año 870 familias habían sido desplazadas en el Departamento de Cundinamarca. Un flujo migratorio que ha hecho comunes escenas de desesperanza y abandono de familias que encuentran ciudades hostiles a su condición de refugiados.
www.megatimes.com.br
www.klimanaturali.org
Los grandes movimientos de población que invadieron el Sur de América o las Antillas, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, nada tienen que ver con Colombia, un país curiosamente abierto a lo extranjero pero cerrado al potencial de una inmigración masiva. Los intentos de Bolívar y de la recién fundada República de remozar la economía y la sociedad con inmigrantes europeos y americanos, fracasaron a pesar de haber entregado 2.4 millones de hectáreas, entre 1820 y 1830, a 24 empresas y empresarios extranjeros asociados con colombianos. Las tierras y los apoyos fiscales del Estado “para favorecer la inmigración de extranjeros”, no fueron suficientes para vencer el temor al trópico y el incumplimiento de las empresas interesadas en estas actividades. Es indudable que no era rentable poner a operar economías en territorios aislados con climas malsanos y con productos de baja demanda en los mercados internacionales.
Los movimientos migratorios masivos no sólo pueden transformar la composición social de una nación sino cambiar las costumbres políticas, los hábitos, la cultura y las ideologías. La colonización del siglo XVI y las migraciones al Sur de América en los siglos XIX y XX son ejemplos de ello. Los efectos de estos impactos constituyen una de las grandes diferencias de Colombia con aquellos países que desarrollaron políticas migratorias en América Latina, después de 1850. A la ausencia de nuevas ideas y de una vocación por universalizar lo local se debe, en gran parte, el espíritu conservador de nuestras clases dirigentes. Su capacidad de manipular las políticas de Estado y su predisposición a preservar, aún a costa de la guerra, viejas estructuras de poder económico y político, ha colocado a las fuerzas gobernantes, tradicionales y modernas, al borde de una catástrofe. Tal es por lo menos el fondo de la ecuación política que nadie puede resolver a comienzos del siglo XXI en Colombia. Estos grupos políticos, herederos de una república fracasada democráticamente, se niegan a propiciar un tránsito pacífico capaz de incorporar al bienestar un porcentaje importante de la población marginada del país. Por ello, preservan el espectáculo dramático de su exterminio y su pauperización.
A finales del siglo XVIII el 20% de la población Colombiana disfrutaba de algunas de las ventajas de la “casta” de los blancos, el resto, eran indios sumidos en la servidumbre, esclavos, arrochelados, huidos y mestizos pobres de todo género. La guerra de Independencia (1808-1822) creó sistemas de movilidad social como los ejércitos, la burocracia estatal y nuevas fronteras territoriales que unidas a los signos de libertad, permitieron que la población rural y semiurbana se vinculara a nuevos escenarios económicos, políticos y de seguridad personal y familiar. La posguerra de Independencia reforzó los sectores medios y altos que llegaron a ser el 35% de la población. Sin embargo, casi dos siglos después los modelos de crecimiento y desarrollo dejan en Colombia 26 millones de pobres absolutos, cuyos ingresos diarios están por debajo de dos dólares. Con 40 millones de habitantes la cifra representa el 65% de la población. Así, el reto actual de Colombia es incorporar a los mercados y al bienestar al menos un 20-25%% de estos 26 millones de parias. Con ello fortalecería su democracia incipiente y ofrecería una alternativa de movilidad derivada de la paz y no de la guerra. Este es el más grande reto para la economía, para los políticos y para la sociedad en su conjunto. Como ha sido reconocido por expertos funcionarios de Naciones Unidas, “Las reflexiones sobre los resultados frustrantes de las reformas y el descontento social” en América Latina y otras regiones “deberían convencer a muchos sobre la necesidad de repensar la agenda del desarrollo”. Una nueva agenda que debe pasar, no sólo por la pobreza, sino por los problemas del medio ambiente, de la diversidad cultural, de los derechos humanos, de las reivindicaciones de género y grupos minoritarios y por los de la extensión y garantía de los derechos ciudadanos.
Pero ¿Qué habría pasado si Colombia hubiera recibido los flujos migratorios de población europea que recibió Argentina, Chile, Brasil o Uruguay? Un ejercicio contrafactual nos llevaría a suponer que, al menos, habríamos logrado fortalecer las clases medias, modernizar el Estado y cambiar sus costumbres políticas. Pero el problema de América Latina es que cualquier ejercicio de análisis empírico o virtual está determinado, en última instancia, por los intereses de los sistemas hegemónicos a nivel mundial.
Pero así como Colombia no ha tenido grandes oleadas de gentes provenientes del hemisferio norte, sí ha tenido históricamente un gran movimiento de poblaciones, forzadas a recorrer su territorio de un lugar a otro, huyendo de criminales de oficio que se visten de conquistadores, civilizadores, libertadores y promeseros de pan y equidad social. Las migraciones internas no han cesado desde el siglo XVI cuando llegaron Balboa, Andagoya y Pedrarias Dávila a fundar la primera ciudad y el primer gobierno de Tierra Firme en el Urabá. Desde entonces, es intermitente el movimiento de gentes buscando siempre un lugar en donde proyectar su capacidad creativa negada por guerreros alucinados con mesianismos patentados por la muerte. Desde 1501, miles de indígenas de la costa caribe colombiana fueron víctimas de razzias, de una guerra sistemática que les hizo objeto de torturas, mutilaciones, incendios de pueblos, etnocidios y destrucción de sus economías comunitarias. En menos de cien años la población indígena desapareció de muchas regiones. Quienes sobrevivieron marcharon, con cuanto cabía en sus espaldas, incluidos niños, a buscar refugio lejos de estos civilizadores de ocasión. Caravanas enteras se revolvían sobre el territorio de la actual Colombia, por llanos y selvas, montañas y ríos en un esfuerzo por preservar su cultura, lejos de las zonas de conflicto. Pueblos de aquí se asentaban allá y los de más acá tuvieron que refundar su cosmos en las tierras de otros lados. Estos desplazamientos dejaron un mapa etnológico confuso en la historia de Colombia.
Una vez pasados estos primeros años y, cuando el mundo se sembró de poblados y ciudades, los nativos siguieron huyendo a “otros mundos”, lugares perdidos en la selva o en los bosques.
Al llegar la guerra de independencia y las guerras civiles del siglo XIX la gente fue empujada a otros lugares, lejos de las levas y de las amenazas de los contendientes. Los que no huyeron tuvieron que afrontar el acoso, el juicio sumario y el delito de vivir en el territorio del otro. Y cuando arribó la llamada “Violencia” (1948-1964) en el siglo XX, los indios de Yaguará huyeron de la policía, el ejército, los terratenientes y los “pájaros” asesinos, mil kilómetros hacia el Oriente, a los Llanos del Yarí (Caquetá) en donde replantaron su comunidad con el nombre de Yaguará II, en un esfuerzo por preservar su identidad. Pero la violencia no sólo empujó etnias, sino a campesinos que buscaron refugio en los Llanos Orientales, en el Magdalena Medio, en la Costa, en el Sur, en las vertientes que caen sobre la región amazónica.
De hecho en el período de la Violencia de mediados de siglo se registraron alrededor de 300.000 muertos y se calcula en dos millones el número de desplazados internos en medio de procesos de reestructuración profunda de la propiedad de la tierra. Una cifra muy alta, que en su momento correspondía al diez por ciento del total de la población. Pero la historia de este desplazamiento forzado ni siquiera se ha escrito aunque se conozcan sus trazos más protuberantes.
A la emigración masiva del período de la Violencia le había precedido la de quienes lo habían hecho voluntariamente atraídos por los procesos de industrialización y modernización que se operaba en las ciudades del primer tercio del siglo XX.
Las mayores migraciones internas durante los siglos XIX y XX están definidas por la llamada colonización antioqueña que ocupó la región central de Colombia. Pero, junto a esta migración tan importante, hubo otras menos estudiadas. La de los grupos negros recién liberados, la de los boyacences y cundinamarqueses que bajaron de las altiplanicies a las vertientes y luego subieron a las zonas frías de la cordillera central. Todos estos grupos fueron a zonas de colonización, a nuevas haciendas y a nuevos centros dinámicos como puertos fluviales y marítimos. El desarrollo de vías de comunicación y las primeras industrias atrajeron trabajadores rurales de tal manera que las ciudades comenzaron a crecer entre 1920 y 1950. Después de este último año el desarrollo industrial y la llamada “violencia” colombiana atrajeron y expulsaron gente hacia las ciudades que alcanzaron una tasa de urbanización del 26 por mil entre 1951-64, frente al 19,5 que había tenido entre 1938 y 1951. Al menos hasta 1960 los aportes migratorios “que recogen las grandes ciudades...no están compuestos necesaria y principalmente por campesinos, sino también frecuentemente por ciudadanos de otras ciudades y núcleos urbanos menores...”. Como la población se concentraba en los núcleos urbanos, el censo de 1964 reveló que el 71% de los hombres “entre los 15 y los 64 años residentes en Bogotá “eran migrantes”, a la vez que uno de “cada cuatro adultos colombianos nacidos en áreas rurales que rodean a Bogotá”, vivían en esta ciudad.
Pero lo que se advertía en la década del 70 era que: “La urbanización ha crecido paralelamente con la delincuencia, el abandono de la infancia, la ruptura de las relaciones familiares y la concentración de la miseria al lado de la concentración de la riqueza”. Los efectos letales de esta realidad se manifestarían con toda su crudeza en las décadas siguientes. Estos procesos de búsqueda de expectativas por mejorar las condiciones de vida y por encontrar tranquilidad, se han visto superados por una nueva ola de violencia que expulsa campesinos de sus parcelas y de pequeños núcleos urbanos a las ciudades. La hostilidad de éstas y la crisis económica ha fortalecido todas las formas previsibles de delincuencia como un modo de sobrevivir. A ello se unen nuevas migraciones forzadas que van hinchando la zonas marginales de los centros urbanos, incrementando el potencial de desazón y delincuencia. De hecho, El desplazamiento forzado interno es una de las manifestaciones de esta crisis, quizá la de mayor gravedad, no sólo por la magnitud que reviste (cerca de 2 millones de personas en 15 años) sino por el tipo de rupturas sociales, políticas y culturales que genera; por los interrogantes profundos que plantea sobre el sentido histórico y futuro de la nación colombiana y por la tendencia a la fragmentación social que conlleva.
La progresión del conflicto armado ha sido capaz de suplantar las migraciones internas voluntarias y heroicas que predominaron hasta 1993. Tal vez el fenómeno más importante de las migraciones internas después de la llamada colonización antioqueña de finales del siglo XIX, la de quienes buscaban mejores condiciones de vida a comienzos del siglo XX y la de los emigrados de la “violencia colombiana” de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, lo constituye, en los últimos años, el éxodo de “un país que huye” de los ejércitos en conflicto.
El “socialismo democrático” que un día fundamentó la razón de las luchas agrarias y sindicales en Colombia le cerró los espacios a la política para que prevalecieran las armas. Cierta paranoia acompaña a estos guerreros que buscan convertirse, por la fuerza, en interlocutores válidos y únicos de la sociedad marginal frente al Estado. Para ello ocupan territorios y obligan a la población rural y semiurbana a huir. Pero huir no es como en los años de 1950, cuando era posible buscar un nuevo lugar para refundar la casa y el patrimonio. En nuestros días, huir es revolverse sobre sí mismo, es no tener lugar de destino ni esperanza de retorno. Huir es casi morir con el espacio, con los referentes culturales, con los sueños y en el intento de sobrevivir. Huir es no llegar a ningún destino. El problema de Colombia hoy es que no tiene un lugar para los desplazados de la guerra. Quienes deciden quedarse, optan por una agonía más prolongada. Los que no huyen ingresan automáticamente al mundo caprichoso de los contendientes. Quedan atados en uno de los infiernos en que se debate Colombia. Si otro actor endemoniado ingresa a estos territorios efectúa una “limpieza política” mediante la eliminación sistemática de los pobladores.
Los principales grupos señalados como promotores del desplazamiento, son los “esmeralderos, grupos de autodefensa, guerrilla, milicias populares, narcotráfico, organismos del Estado (DAS, Policía, Fuerzas Militares) paramilitares y terratenientes”. Todos los señores del conflicto actúan en este fenómeno. En Colombia no hay “limpieza étnica”, ni “limpieza religiosa”. Lo que existe es una “limpieza sucia” sistemática en donde las víctimas mueren a veces sin saber bajo qué banderas o principios fueron alineados antes de enfrentar el pelotón de fusilamiento o a la banda de incendiarios. En ocasiones, todo sucede según el lugar que habiten y trabajen. Y las razones pueden ser múltiples. “El 90% de los hogares consultados huyeron por hechos violentos cometidos por los actores de la confrontación armada. Paramilitares 47%, Guerrillas 35%, Fuerzas militares 8%. El 10% restante corresponde a desconocidos, narcotraficantes, milicias y otros”. Sin embargo una investigación en hogares desplazados en el municipio de Soacha (Sur de Bogotá) a donde han arribado 24.750 personas en 4 años, señalaron “a la guerrilla como el actor armado que provocó el desplazamiento” del 53% de los hogares mientras que el 23% señalo a las autodefensas y el 12% a las fuerzas militares.
Desde 1994 la cifra de desplazados ha ido creciendo y con ello se expanden los cuadros de los traumas personales, familiares, comunales y locales. En 1997, “cada hora 28 colombianos se vieron obligados a abandonar sus hogares víctimas de la violencia política” mientras que en el año 2000 la cifra de desplazados alcanzó a 300 mil personas. En resumen: entre 1985 y 1994 hubo 700 mil desplazados, mientras que entre 1995 y 1999, la cifra se elevó a 1.760.000 desplazados más. De ellos, 86.799 hogares abandonaron 3.057.795 hectáreas de tierra entre 1996 y 1999. El impacto humano, económico, social y sicológico es tan complejo, que el Estado colombiano parece no comprender aún que se trata de una bomba de tiempo que recorre el país y se aglutina en las goteras de las grandes y pequeñas ciudades. Durante el primer trimestre del año 2001 arribaron a Bogotá 22.620 desplazados, la mayoría provenientes de zonas rurales mientras que en los primeros 8 meses del mismo año 870 familias habían sido desplazadas en el Departamento de Cundinamarca. Un flujo migratorio que ha hecho comunes escenas de desesperanza y abandono de familias que encuentran ciudades hostiles a su condición de refugiados.
www.megatimes.com.br
www.klimanaturali.org