Neoliberalismo Dictatorial en Argentina


Neoliberalismo Dictatorial en Argentina

Neoliberalismo Dictatorial en Argentina
La Junta había puesto la economía en las manos del ministro Martínez de Hoz. Este hacendado de linaje, vinculado a la siderúrgica ACIEL y a la Compañía ítalo Argentina de Electricidad, demo cristiano y liberal, gozaba de la confianza de los hombres de negocios.

El Plan Económico anunciado en abril del 76 tenia como prioridad favorecer el crecimiento industrial y agropecuario sin las trabas que representaban los reclamos sindicales. Debía contener la inflación, estimular la venida de capitales extranjeros, atacar el déficit fiscal y terminar con un aparato burocrático estatal sobredimensionado. Para este fin se colocó a todos los empleados públicos en disponibilidad y se expulsó sin más a los de antecedentes sospechosos.

El modelo de gobierno de derecha liberal a fines de los setenta era el de la primera ministra británica, Margaret Thatcher, quien doblegó a los sindicatos laboristas, vendió las empresas del Estado y disminuyó el gasto social. Pero en la dictadura militar argentina prevalecía la mentalidad desarrollista y nacionalista, el deseo de armarse en previsión de nuevos conflictos externos e internos y el temor de que el problema social de la desocupación se sumara al de la guerrilla. Por consiguiente no se produjeron despidos masivos en la administración pública ni en las empresas del Estado; se creó un nuevo y costoso emprendimiento estatal, Hierro Patagónico (Sierra Grande) y el gasto militar pasó del 2,5% del Producto Bruto Interno al 4%.

Sin embargo, en otros órdenes podía hablarse de mejores condiciones de acumulación de capital. Suspendidas las paritarias, el gobierno se encargó de fijar los aumentos de salarios y de los cambios en los regímenes laborales de privilegio. Se liberaron los precios y se produjo una incontenible transferencia de ingresos en favor de los más pudientes. La participación del salario en el PBI cayó a 31%, como en 1935, en plena depresión de la economía mundial 24.

La inflación se redujo del impresionante 444%, en 1976, al 150%, en 1977, para mantenerse luego en niveles muy elevados. Las exportaciones se incrementaron y se logró el superávit de la balanza comercial en 1976. El campo empezó su recuperación mediante nuevos cultivos como la soja; la industria aceitera tuvo considerable auge.

Pasada la primera etapa, la política económica apuntó a los aspectos financieros más que a los productivos. Una nueva ley de inversiones extranjeras procuró aprovechar la abundancia de crédito externo relativamente barato. Vinieron, es cierto, muchos capitales, pero con carácter de "golondrinas", es decir, aprovechaban los plazos fijos bancarios a corto o mediano plazo y se marchaban luego con sus ganancias sin hacer inversiones durables.

Esto tuvo que ver con el manejo del sistema cambiarlo. El peso se sobrevaluó y se estableció una "tablita" que fijaba con anticipación las variaciones del dólar. La liberación de las tasas de interés y la garantía plena de los depósitos estimularon la creación (le bancos y mesas de dinero cuyo número se duplicó en sólo tres años.

La llamada "patria financiera" deslumbraba al pequeño ahorrista tanto como a quienes hacían uso de los abusivos autopréstamos bancarios, pero empobrecía a los productores y a los asalariados. Después de 1978 la balanza comercial fue desfavorable y el déficit estatal se financió con el crédito externo.

De 1978 en adelante el sistema sirvió para invertir en objetos suntuarios o en chucherías importadas de Taiwan, tanto o más que en renovar equipos y maquinarias como se proponía inicialmente el Plan. Quienes conservaban su poder adquisitivo empezaron a recorrer el mundo y a comprar. Era la otra cara del Proceso que permitía una cierta universalización. Y hasta se daba el caso de que alguien pudiera enterarse en París, leyendo la prensa francesa, de lo que estaba ocurriendo a la vuelta de su casa en alguno de los centros de detención clandestinos.

La quiebra del Banco de Intercambio Regional (BIR) en 1980 inició una serie de problemas bancarios y puso en evidencia la vulnerabilidad del sistema financiero. Por otra parte los efectos del Plan Martínez de Hoz se hicieron sentir era la desaparición de 33 de las 100 principales fábricas existentes en 1975.

¿Era la Argentina a fines de los años setenta un mundo feliz, domesticado y conformista? Si no lo era, al menos lo parecía. "Los argentinos somos derechos y humanos" decían las obleas repartidas por iniciativa oficial como respuesta a las criticas venidas del exterior.

La gente se había retraído en sus casas; muchos guardaba silencio respecto a las experiencias personales dolorosas, prisiones, muerte de seres queridos, de compañeros de trabajo, episodios luctuosos ocurridos en la vecindad. Las ilusiones se habían derrumbado.

El espacio público estaba desierto. Era riesgoso mostrarse, salir hasta altas horas de la noche, circular por parajes alejados por temor a ser confundido con un extremista. "Centinela hará fuego" advertían carteles puestos cerca de los cuarteles. Estas advertencias habían dejado de ser necesarias como lo fueron sin duda en época de la guerrilla, pero quedaron allí para prevenir e inspirar miedo.

En las aulas universitarias imperaba el orden. En 1980 se aplicó el arancel y el cupo de ingreso se sumó al sinfín de prohibiciones que incluían los textos de los autores que no respondían a la ortodoxia oficial, por famosos que fuesen.

La mentalidad de los católicos que tenían a su cargo el área educativa era negadora de la condición pluralista de la cultura argentina. Así lo denunció la revista católica Criterio, mientras la DAlA, nucleamiento de entidades israelitas, protestaba formalmente por el carácter confesional de la nueva asignatura Formación Cívica y Moral, sucesora de las materias Cultura Ciudadana (1953), Educación Democrática (1956) y ERSA (1973), que también habían procurado a su turno ideologizar la educación en la escuela media.

Quienes tenían en su poder libros sospechosos de izquierdismo, fueran éstos científicos o de los desaprensivos tiempos de las "cátedras nacionales", los escondían o los destruían para evitarse problemas. En Córdoba, bajo la influencia del general Menéndez, se prohibió la enseñanza de la matemática moderna. Ésta ingresó en la lista de los prohibidos a escala provincial o nacional, junto a libros, canciones, películas, series de TV y artistas nacionales o extranjeros.

Era en cierto modo una sociedad infantilizada. Así lo percibia la escritora María Elena Walsh, una creadora precisamente en literatura para chicos. "Hace rato que somos como niños, pero no nos damos cuenta", opinó en un artículo escrito en 1979”.

Porque en el triste lapso que va de 1976 a 1980, cuando algo empezó a movilizarse tras la dura apariencia del régimen militar, la única expresión sincera de alegría colectiva, tolerada y alentada por la Junta fue el Mundial de Fútbol de 1978, preparado sin mezquinar los recursos públicos y coronado por el triunfo del Seleccionado argentino. Los goles en el partido contra Holanda que definieron el título fueron festejados por el Gobierno en pleno y por la multitud que se volcó a las calles.

Envalentonado por estas circunstancia y con la mira puesta en el conflicto con Chile, afirmó el almirante Massera: “Vamos a terminar con la mentalidad perdedora; vamos a terminar con esa especie de resignación total y conformista (...) Aquí ha terminado la decadencia. Para esta conquista las fuerzas Armadas llaman a todos. Pero llamamos muy especialmente a la gente joven, la que integra una Argentina cachorra, porque creemos que está esperando el desafío”.

La década de 1980 comenzó en la Argentina con los interrogantes propios de una Nación que todavía no había resuelto el problema de la legitimidad política. Exterminada la guerrilla subversiva la Junta militar, que se había adueñado del destino nacional con el justificativo de la represión, carecía de un proyecto de futuro.

Por otra parte, el fin de la guerra interna agudizó las fricciones entre los altos fejes militares que integraban la Junta. A esto se sumaron las dificultades económicas y el inocultable malestar social que ya no podía atribuirse a la guerrilla.

En 1978, el general Videla pasó a retiro como comandante en feje del Ejército, pero siguió como presidente. Su mandato concluiría en 1981. Era ahora el “cuarto hombre”, con su cuota de poder recortada en relación a la que había tenido inicialmente. El puesto de comandante en jefe fue ocupado por el general Viola. Ambos se entendían bien.

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