PRESIDENCIA DE RAUL ALFONSÍN EN ARGENTINA


Raúl Ricardo Alfonsín, nacido en 1927 en Chascomús (Buenos Aires) en un hogar de clase media, descendía de gallegos por el lado paterno y de angloargentinos por la parte materna. Estudió el secundario en el Liceo Militar y abogacía en la UBA; encolumnado con el balbinismo integró la Legislatura provincial en 1958 y fue diputado nacional en 1963. En tiempos de Onganía, cuando la política estaba excluida, dirigió la revista Inédito en la que defendió el ideal de la democracia.

En 1973, con un discurso democrático de izquierda nacional, Alfonsín perdió la interna presidencial frente a Balbín, a quien criticaría luego su condescendencia con el peronismo y sus indefiniciones durante el Proceso. Algunos de sus correligionarios, como Hipólito Solari Yrigoyen, Sergio Karakachoff y Mario Amaya fueron víctimas de la represión ilegal. En esos años de plomo. Alfonsín tuvo una presencia activa en la defensa de la legalidad como cofundador de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Fue además uno de los pocos que entendió de inmediato que la guerra de Malvinas significaba el final del Proceso.

La campaña presidencial de Alfonsín comenzó en julio de 1982 con una convocatoria moderada que se fue ampliando progresivamente hasta que en sus tramos finales los actos en el interior, el conurbano bonaerense y la capital federal reunieron a centenares de miles de personas.

"Con la democracia se come, se educa y se cura", decía Alfonsín en sus discursos que concluían con el "rezo laico" del Preámbulo de la Constitución Nacional. Colocaba así a las instituciones en el lugar central de la recuperación de la democracia. En sus apariciones públicas y en sus presentaciones por televisión, la sonrisa cálida y el saludo peculiar del candidato; con las manos unidas, enfervorizaban a sus seguidores. Por otra parte su equipo recurrió a las técnicas modernas de publicidad y a las encuestas. Una oportuna gira de Alfonsín a Venezuela y- a los países europeos, gobernados por la socialdemocracia, demostró la posibilidad de que el país retomara contacto con el mundo.

El candidato radical fue categórico respecto al tema más duro a resolver, el de las responsabilidades en la "guerra sucia". Se comprometió a anular la ley de amnistía y afirmó que habría tres niveles de responsabilidades en la justicia, los que impartieron las órdenes, los que las cumplieron con exceso y los que se limitaron a cumplirlas.

Su propuesta se fortaleció gracias a la denuncia del "pacto militar-sindical", la cual reconocía lo que era un secreto a voces: el partido militar en retirada prefería una victoria del peronismo que le asegurara la no revisión de los crímenes de la represión y la supervivencia de la cúpula militar. El jefe del Ejército, el general Cristino Nicolaides, conversaba a ese efecto con Lorenzo Miguel y otros caciques sindicales. Esta relación, acota Halperin Donghi, venía de lejos, de la época en clase el general Aramburu envió interventores militares a los gremios que terminaron forjando una buena amistad con aquellos a quienes debían desplazar.

Entre tanto crecía el voto alfonsinista. Alcanzaba ahorra a sectores de clase baja hasta entonces "cautivos" del peronismo. Esto se debía en parte a que las estructuras sindicales se habían debilitado luego de siete años de Proceso en los que avanzó el cuentapropismo y entraron en crisis la industria metalúrgica y textil, bastiones del sindicalismo: si en 1973 había un obrero sindicalizado cada ocho votos, en 1983 la proporción era de uno por cada catorce votos. Las mujeres y los jóvenes eran mayoritariamente alfonsinistas.

Con todo, a mediados del 83 el peronismo anunció que tenía 3 millones de afiliados. Los radicales llegaban solamente a la mitad. El peronismo, cuya formidable maquinaria electoral demoró más en ponerse en movimiento, reconocía el liderazgo verticalista de Isabel Perón. La lucha interna se llevó adelante con la preponderancia del sindicalismo, la "columna vertebral" del Movimiento. El doctor ítalo Argentino Lúder, quien presidió el Senado en el gobierno de Isabel Perón, resultó electo por el congreso partidario para encabezar la fórmula, acompañado por el dirigente chaqueño Deolindo Bittel. El candidato a gobernador de Buenos Aires, un gremialista ortodoxo, Herminio Iglesias, daba la nota con sus declaraciones, propaganda e insultos al radicalismo.

En la última semana de esta reñida campaña, tanto la fórmula del PJ como la de la UCR llenaron de gente la plaza del Obelisco. Pero el acto del peronismo concluyó mal, porque Herminio empañó la alegría colectiva al quemar un ataúd con una leyenda que decía "Alfonsín". Esta imagen proyectada por la televisión a todo el país terminó por convencer a los indecisos. El electorado estaba harto de violencia, bajo cualquiera de sus formas.

El 30 de octubre de 1983 la fórmula radical conquistó el 52% de los votos; el PJ obtuvo el 40% y la polarización dejó poco espacio a otros candidatos como Manrique, Frigerio, Alende y Alsogaray. La gran sorpresa de esa elección; que destruyó el mito del peronismo como fuerza hegemónica; fue la victoria radical en la provincia de Buenos Aires, donde el peronismo era imbatible desde 1946. Córdoba, Entre Ríos; Mendoza, Río Negro, Chubut y Misiones eran también radicales; el PJ ganaba en doce provincias del noroeste, el nordeste; San Luis. La Pampa y Santa Cruz: Sapag se impuso en Neuquén; el bloquismo en San Juan.

El PJ obtuvo la mayoría del Senado. Tal como le había ocurrido a Yrigoyen en sus dos presidencias, Alfonsín tendría que gobernar con la Cámara alta en contra, lo que recortaba considerable mente su poder. Pero por esa misma razón, el federalismo tendría la oportunidad de funcionar adecuadamente: por primera vez en la historia institucional del país, el Ejecutivo no haría uso de la intervención federal para someter a las provincias al oficialismo.

La asunción del nuevo presidente el 10 de diciembre de 1983 dio lugar a una verdadera fiesta popular con bailes en todos los barrios porteños. Se abría una expectativa de libertad Y tolerancia después de años de violencia y de autoritarismo. La gente recuperó de golpe el espacio público del que había sido excluida. "No tendremos miedo, nunca más", la canción de los negros norteamericanos, fue entonada entonces como expresión del profundo cambio cultural que estaba ocurriendo.
Una larga serie de visitantes extranjeros, entre ellos los primeros ministros de la socialdemocracia española, francesa e italiana, se hicieron presentes para dar el espaldarazo a la transición democrática en la Argentina. Ésta fue la primera transición del Cono Sur; luego vendría la del Uruguay y la de Brasil. Chile se incorporó en 1990 a este proceso democrático.

La presencia de Isabel Perón en las ceremonias expresó la nueva modalidad política de respeto mutuo y pluralismo. También se ensayaron Actas de Coincidencia con los partidos.

Para disminuir la conflictividad social; el gobierno recurrió a la concertación con las corporaciones económicas, un mecanismo cuyo uso excesivo critica el politólogo Marcelo Acuñas. En cuanto a las movilizaciones populares masivas, en las que el presidente, excelente orador, tomaba contacto directo con el pueblo, constituían una forma efectiva de participar, aunque a la larga disminuyó su importancia por cansancio y desencanto.

Las universidades nacionales fueron normalizadas y se restableció el gobierno tripartito con la participación de profesores, estudiantes y graduados; el ingreso irrestricto incluyó un curso obliga torio (CBC) y se concursaron todas las cátedras. Muchos docentes e investigadores que habían estado exiliados volvieron al país.

Los artistas y los intelectuales aplaudieron el cumplimiento del compromiso electoral de eliminar la censura para libros y espectáculos. Signo de las nuevas formas participativas fue el programa cultural en los barrios porteños que logró combinar la excelencia con lo popular. Y para realzar los ánimos, una película argentina, La historia oficial, dirigida por Luis Puenzo, ganó el Oscar de Hollywood a la mejor producción extranjera. La trama tenía relación con la adopción ilegal de hijos de desaparecidos nacidos en cautiverio.

Alfonsín se abocó desde el primer momento a cerrar el conflicto de límites con Chile. Esto le permitiría eliminar una hipótesis de guerra y mejorar el vínculo con el Vaticano y la jerarquía eclesiástica argentina, siempre más reacia al diálogo con los "laicistas" radicales que con el peronismo.

El presidente sorteó con éxito esta prueba. Se trataba de admitir que los títulos chilenos a las islas del Beagle eran mejores y que por esa razón -y no por una conjura antiargentina- habían sido preferidos por la Corte Arbitral y por el Vaticano. Pero también la cancillería se preocupó por preservar los derechos argentinos en el Océano Atlántico.

Debido a la oposición del justicialismo a ratificar el Tratado, el Ejecutivo convocó a una consulta popular no vinculante que dejaba la decisión última al Senado donde el PJ era mayoría. Otros partidarios del No fueron el almirante Rojas y el general Luciano Menéndez para quienes el Tratado no era más que un "atropello a la soberanía". El canciller Caputo debatió el tema por televisión con el senador catamarqueño Vicente Leonidas Saadi, justicialista de ideología nacionalista. La confrontación favoreció al canciller. Días después, la consulta arrojó un 81% de votos favorables al gobierno. El Tratado de Paz y Amistad con Chile fue ratificado (1984).

Esto abrió el camino a nuevas formas de cooperación pacífica con los países vecinos. Una vez que Brasil se democratizó, los presidentes Alfonsín y José Sarney convinieron en la inspección mutua de los centros de energía atómica y firmaron los primeros acuerdos con miras al Mercosur en 1986. Dicho acuerdo, sostienen Gerchunoff y Llach, constituye la obra más positiva en materia económica adoptada por Alfonsín y continuada por Menem.

La relación con Estados Unidos fue de amistad pero no de alineamiento sin límites. El gobierno radical obtuvo el respaldo de EE.UU. a la restauración de la democracia en la Argentina, pero desarrolló una política independiente en relación con Centroamérica contraria a la mano dura de Reagan que favorecía a los regímenes de ultraderecha en la región. Sobre este tema Alfonsín desafió a Reagan en la mismísima Casa Blanca. Tampoco aceptó presiones para desarmar el proyecto misilístico Cóndor 11, emprendido por el gobierno militar y con tecnología europea. Tal actitud, que en plena "guerra de las galaxias" implicaba ciertos riesgos; no generó represalias. Aunque la Argentina se negó a ratificar el Tratado de Tlatelolco de no proliferación de armas nucleares, Alfonsín siguió siendo bien considerado en Washington.

En sus primeros cien días, el gobierno intentó hacer aprobar una nueva ley sindical que despojaba a las conducciones sindicales de sus privilegios y. permitía el ingreso de las minorías. Los jerarcas sindicales; sintiéndose acosados, unificaron el discurso de las dos centrales obreras que existían desde finales del Proceso, la "combativa" de Saúl Ubaldini con sede en la calle Brasil, y la "dialoguista" de Jorge Triacca ubicada en Azopardo.

El ministro Mucci contaba con el respaldo de los sobrevivientes de las antiguas conducciones clasistas para llevar adelante el cambio. Pero como la mayoría peronista en el Senado impidió la aprobación de esta ley, el gobierno terminó por concertar con los gremios cuya normalización se produjo en beneficio de la dirigencia tradicional.

Mientras la rama política elaboraba la derrota del 83 la rama sindical del peronismo tomó el papel de cabeza de la oposición. La CGT se opuso a todas las políticas económicas de Alfonsín. Ubaldini convocó a trece paros generales, varios de ellos con movilización activa. En ese clima, muchos recordaron los pronósticos del gremialista Taccone ("Si ganan los radicales, en tres meses los desestabilizamos) y. del secretario de 1 Hacienda riel Proceso, Juan Alemann ("en 1985 habrá golpe militar").

Pero lo cierto es que no hubo golpe aunque el tema militar representó un problema gravísimo.

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