Urbanización en América Latina
Aunque el papel de la ciudad en los procesos de desarrollo es todavía insuficientemente conocido, la experiencia de los países avanzados permite aventurar la hipótesis de que aquélla puede y debe cumplir un papel central y positivo. Puede constituir en sí misma la expresión y el resultado de un desarrollo autosostenido, actuar como agente y como mecanismo de cambio socioeconómico y de modernización, crear o ampliar alternativas ocupacionales, institucionalizar cambios de actitudes, incorporar las normas y los valores de una sociedad industrial, generar nuevas pautas de comportamiento político y alterar en sentido democratizante el equilibrio de fuerzas y el sistema de poder. A esta acción intrínseca la ciudad puede agregar una función de integración, actuando como disolvente del aislamiento de las áreas rurales, como mecanismo de cambio y de incorporación de aquéllas al sistema nacional, a lo que podría agregarse su papel eventual en un proceso de integración latinoamericana.
A partir de esta formulación del papel posible que la ciudad puede cumplir, Hardoy despliega su arsenal de análisis, hipótesis y sugestiones en cinco niveles: i) génesis del proceso de urbanización en América latina; ii) características; iii) consecuencias; iv) obstáculo al planeamiento; v) proposiciones y requisitos de una estrategia alternativa de acción planeada.
El análisis histórico de la urbanización latinoamericana, que en general constituye un aspecto central de la obra de Hardoy, está presente en los seis estudios del volumen. En función de las etapas del desarrollo socioeconómico y político de América Latina, y de los modos de inserción de ésta en el sistema internacional, se proponen y estudian cuatro modelos urbanos: el colonial clásico, el republicano, el de la primera fase industrial y el de la industrialización contemporánea. A partir de la etapa colonial, de la que se hereda un esquema de urbanización y de ocupación territorial con notable capacidad de perduración, el proceso urbano progresa cada vez más, no como concomitante o consecuencia de un desarrollo autónomo y autosostenido y de una industrialización integrada, sino como resultado y parte de un modelo de crecimiento dependiente, basado en la producción primario-exportadora primero, en el que luego se injerta el tipo de industrialización sustitutivo de importaciones, configurándose en conjunto una constelación dentro de la cual merecen recordarse algunos aspectos y factores significativos, tales como: la alta tasa de crecimiento demográfico; las migraciones internacionales e internas; la acción expelente de las atrasadas estructuras rurales; la universalización de la cultura urbana; las crecientes expectativas de acceso a la ocupación, el ingreso, el status, el consumo de bienes y servicios; el intervencionismo estatal. En este marco se inserta la tendencia plurisecular a la densificación de áreas periféricas del continente alrededor de las principales ciudades; la dinámica expansivo de éstas hacia el exterior más que hacia el hinterland; la emergencia de la típica gran ciudad principal, concentradora de población y de funciones, de recursos y de poder; el carácter autosostenido y autoacumulativo de la concentración urbana y del desequilibrio entre las regiones.
Al enfoque genético de la urbanización sigue el análisis de sus principales características y consecuencias, entre las cuales es pertinente destacar las siguientes.
Las ciudades han crecido en número, población y tamaño, configurando una tendencia generalizada a la hipertrofia urbana. La población urbana crece más que la total; la de las metrópolis y ciudades de más de 100.000 habitantes, más que la de las ciudades menores. Este proceso ha determinado indudablemente elementos de crecimiento y modernización, configurados por el avance industrial y la expansión del terciario; cambios radicales en las relaciones sociales; el aumento relativo de la movilidad social y la emergencia de una estructura social más abierta y flexible; la difusión del uso y del consumo de bienes y servicios propios de la vida urbana industrial; modificaciones considerables en las formas de sentir, pensar y vivir, en las motivaciones, aspiraciones, actitudes y metas; la democratización en parte real y en parte formal; la conservación de las grandes ciudades como centros de poder político y de decisiones administrativas.
El reconocimiento de los innegables aspectos positivos de la urbanización no excluye, y por el contrario impone, la constatación de sus contrapartidas negativas, que han impedido la conversión del crecimiento en el desarrollo, y determinado una modernización parcial, superficial y desequilibrada.
La urbanización se ha producido en el marco y como parte de un crecimiento dependiente, desigual y combinado; ha revestido caracteres de espontaneidad, descontrol e irracionalidad; ha adquirido un ritmo excesivo en relación con el desarrollo real e industrialización integrada. Estos caracteres se han traducido ante todo en la incorporación de elementos estructurales procedentes de diversos y distantes contextos históricos; en la emergencia de relaciones discontinuas y asistemáticas entre sectores del conjunto nacional y dentro de cada uno de ellos.
Los aumentos de población, capacidad productiva, ingreso y poder se han producido casi exclusivamente en, o alrededor de, las ciudades más densamente pobladas y desarrolladas: las ciudades-primate y metrópolis, que ocupan una posición polar respecto del resto del sistema urbano.
Esta insularidad urbana se instala en el vacío humano generalizado, la tierras de nadie del resto nacional, deshabitadas o apenas habitadas. La debilidad relativa de la red urbana total, y el sistema radial de comunicaciones, crean y refuerzan esta disociación, y vuelven excepcional la conexión de otras zonas aisladas de mayor densidad. Las metrópolis y grandes ciudades se constituyen así en oasis de progreso, modernidad y cosmopolitismo; refuerzan los agudos desniveles entre las regiones constitutivas del conjunto; operan en una función de colonialismo interno, dominando y explotando el hinterland subdesarrollado pero como intermediarias a su vez del sistema de dependencia externa centrado en las metrópolis de los países avanzados. Otros rasgos y efectos conexos se refieren a la limitación de las fronteras internas, al déficit en la ocupación efectiva y el control permanente del territorio total, a la marginalidad de regiones enteras y a la inexistencia o retraso de la integración nacional.
La naturaleza y la dinámica de esta urbanización no han producido sus efectos distorsionantes y conflictivos solamente en términos de la sociedad nacional en su conjunto, sino también respecto de la propia estructura de las grandes ciudades. La urbanización, sin correspondencia aproximada con el grado real de desarrollo e industrialización, ha contribuido a imponer límites al reajuste urbano de la población rural migrante y de la población originariamente urbana en expansión. Han surgido así los graves problemas del exceso de mano de obra, de los desniveles de preparación y aspiraciones, de la adaptación defectuosa a las nuevas condiciones de vida urbana e industrial. Estos problemas básicos se han visto en parte compensados y en parte replanteados y reagravados a un nivel más alto por los mecanismos de ajuste relativo que ha proporcionado la estructura ocupacional. Estos, como se ha indicado reiteradamente, parecen ser en lo esencial los siguientes: i) adaptación de las estructuras productivas, comerciales y de servicios a las nuevas condiciones (ocupación de mano de obra redundante por pequeñas y medianas empresas, artesanía, industria doméstica); ii) ‘‘sobreterciarización’’ (pseudo-terciario, terciario excesivo); iii) patrones familiares tradicionales de solidaridad y cooperación; iv) expansión de la población marginal y sub-marginal.
Estos mecanismos ejemplifican lo que parece ser una característica generalizada del proceso latinoamericano de las últimas décadas: la permeabilidad de la sociedad tradicional, nacional y urbana, que tolera la infiltración de elementos y componentes modernos, y establece así una precaria compatibilidad entre ambas esferas, situación dotada de alta explosividad pero incapaz todavía al parecer de generar la intensidad de tensiones, la multiplicación y articulación de sujetos y agentes de cambio capaces de operar una transformación profunda. El desequilibrio permanente no se convierte en replanteo radical, ni produce una alternativa válida y operante, ni un equilibrio nuevo de nivel superior. Así, las metrópolis y ciudades-primate suponen y abarcan una sociedad de masas con un alto componente de marginalidad rural y urbana. Sectores de las clases medias, y los grupos más fuertes y organizados de los trabajadores, presionan por un mayor grado de participación en los beneficios disponibles de la vida urbana e industrial, generalmente en un sentido de integración al establecimiento más que en uno de cuestionamiento. Su presión se une a la de las masas marginales, para configurar una economía orientada hacia el consumo de tipo moderno, que excede las posibilidades de una estructura productiva retaceada y de una distribución regresiva del ingreso y del poder. El peso político de las masas urbanas, determinado por su número, organización y participación inducida o espontánea en los procesos y estructuras de poder (sindicalismo politizado, experimentos desarrollistas y populistas, proliferación de fuerzas de izquierda), lleva a los gobiernos a intentar la contemporización simultánea con las necesidades y reivindicaciones populares y con los intereses de los grupos dominantes y dirigentes, por medio de políticas urbanas de parches y remiendos, en conflicto con cualquier política racional a largo plazo.
Finalmente, la urbanización excesiva respecto del grado real de desarrollo contribuye a determinar una dimensión excesiva de los principales núcleos de poblamiento, y el consiguiente aumento exponencial de necesidades y de costos de mantenimiento y expansión de las ciudades. La insuficiencia de las respuestas frente al aumento de las demandas de servicios y obras públicas (infraestructura física y social) genera un rápido deterioro del medio urbano, que se vuelve cada vez más desfavorable y destructivo para la vida individual y la colectiva, para el trabajo, la productividad, las exigencias mínimas de una vida pasablemente humana. El problema se agrava por las condiciones de tenencia concentrada y de uso incontrolado de la tierra. La concentración de la propiedad está determinada sobre todo por el sentido tradicionalista de su valoración, y por su constitución, en condiciones de inestabilidad socioeconómica y política, como bien-refugio. Ello lleva a la especulación desenfrenada, al acaparamiento sin intención de edificar o de dar destino determinado, a la utilización prematura e inadecuada, a la localización anárquica, al loteo irracional, a los usos mezclados o antagónicos, a la desorganización y derroche del espacio urbano, al encarecimiento de servicios.
La gran ciudad latinoamericana se caracteriza así por la violencia y el desorden de su expansión demográfica y física. Crece irregularmente, se hipertrofia sin dirección, combina la excesiva densidad con la falta de verdaderos centros, de estructura y de identidad. Las densidades poblacionales excesivas coexisten con las insuficientes. La dispersión refuerza el continuo aumento del costo de bienes y servicios por persona atendida. La urbanización no modifica ni destruye las fuerzas y las estructuras del atraso; se integra en ellas y las refuerza.
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A partir de esta formulación del papel posible que la ciudad puede cumplir, Hardoy despliega su arsenal de análisis, hipótesis y sugestiones en cinco niveles: i) génesis del proceso de urbanización en América latina; ii) características; iii) consecuencias; iv) obstáculo al planeamiento; v) proposiciones y requisitos de una estrategia alternativa de acción planeada.
El análisis histórico de la urbanización latinoamericana, que en general constituye un aspecto central de la obra de Hardoy, está presente en los seis estudios del volumen. En función de las etapas del desarrollo socioeconómico y político de América Latina, y de los modos de inserción de ésta en el sistema internacional, se proponen y estudian cuatro modelos urbanos: el colonial clásico, el republicano, el de la primera fase industrial y el de la industrialización contemporánea. A partir de la etapa colonial, de la que se hereda un esquema de urbanización y de ocupación territorial con notable capacidad de perduración, el proceso urbano progresa cada vez más, no como concomitante o consecuencia de un desarrollo autónomo y autosostenido y de una industrialización integrada, sino como resultado y parte de un modelo de crecimiento dependiente, basado en la producción primario-exportadora primero, en el que luego se injerta el tipo de industrialización sustitutivo de importaciones, configurándose en conjunto una constelación dentro de la cual merecen recordarse algunos aspectos y factores significativos, tales como: la alta tasa de crecimiento demográfico; las migraciones internacionales e internas; la acción expelente de las atrasadas estructuras rurales; la universalización de la cultura urbana; las crecientes expectativas de acceso a la ocupación, el ingreso, el status, el consumo de bienes y servicios; el intervencionismo estatal. En este marco se inserta la tendencia plurisecular a la densificación de áreas periféricas del continente alrededor de las principales ciudades; la dinámica expansivo de éstas hacia el exterior más que hacia el hinterland; la emergencia de la típica gran ciudad principal, concentradora de población y de funciones, de recursos y de poder; el carácter autosostenido y autoacumulativo de la concentración urbana y del desequilibrio entre las regiones.
Al enfoque genético de la urbanización sigue el análisis de sus principales características y consecuencias, entre las cuales es pertinente destacar las siguientes.
Las ciudades han crecido en número, población y tamaño, configurando una tendencia generalizada a la hipertrofia urbana. La población urbana crece más que la total; la de las metrópolis y ciudades de más de 100.000 habitantes, más que la de las ciudades menores. Este proceso ha determinado indudablemente elementos de crecimiento y modernización, configurados por el avance industrial y la expansión del terciario; cambios radicales en las relaciones sociales; el aumento relativo de la movilidad social y la emergencia de una estructura social más abierta y flexible; la difusión del uso y del consumo de bienes y servicios propios de la vida urbana industrial; modificaciones considerables en las formas de sentir, pensar y vivir, en las motivaciones, aspiraciones, actitudes y metas; la democratización en parte real y en parte formal; la conservación de las grandes ciudades como centros de poder político y de decisiones administrativas.
El reconocimiento de los innegables aspectos positivos de la urbanización no excluye, y por el contrario impone, la constatación de sus contrapartidas negativas, que han impedido la conversión del crecimiento en el desarrollo, y determinado una modernización parcial, superficial y desequilibrada.
La urbanización se ha producido en el marco y como parte de un crecimiento dependiente, desigual y combinado; ha revestido caracteres de espontaneidad, descontrol e irracionalidad; ha adquirido un ritmo excesivo en relación con el desarrollo real e industrialización integrada. Estos caracteres se han traducido ante todo en la incorporación de elementos estructurales procedentes de diversos y distantes contextos históricos; en la emergencia de relaciones discontinuas y asistemáticas entre sectores del conjunto nacional y dentro de cada uno de ellos.
Los aumentos de población, capacidad productiva, ingreso y poder se han producido casi exclusivamente en, o alrededor de, las ciudades más densamente pobladas y desarrolladas: las ciudades-primate y metrópolis, que ocupan una posición polar respecto del resto del sistema urbano.
Esta insularidad urbana se instala en el vacío humano generalizado, la tierras de nadie del resto nacional, deshabitadas o apenas habitadas. La debilidad relativa de la red urbana total, y el sistema radial de comunicaciones, crean y refuerzan esta disociación, y vuelven excepcional la conexión de otras zonas aisladas de mayor densidad. Las metrópolis y grandes ciudades se constituyen así en oasis de progreso, modernidad y cosmopolitismo; refuerzan los agudos desniveles entre las regiones constitutivas del conjunto; operan en una función de colonialismo interno, dominando y explotando el hinterland subdesarrollado pero como intermediarias a su vez del sistema de dependencia externa centrado en las metrópolis de los países avanzados. Otros rasgos y efectos conexos se refieren a la limitación de las fronteras internas, al déficit en la ocupación efectiva y el control permanente del territorio total, a la marginalidad de regiones enteras y a la inexistencia o retraso de la integración nacional.
La naturaleza y la dinámica de esta urbanización no han producido sus efectos distorsionantes y conflictivos solamente en términos de la sociedad nacional en su conjunto, sino también respecto de la propia estructura de las grandes ciudades. La urbanización, sin correspondencia aproximada con el grado real de desarrollo e industrialización, ha contribuido a imponer límites al reajuste urbano de la población rural migrante y de la población originariamente urbana en expansión. Han surgido así los graves problemas del exceso de mano de obra, de los desniveles de preparación y aspiraciones, de la adaptación defectuosa a las nuevas condiciones de vida urbana e industrial. Estos problemas básicos se han visto en parte compensados y en parte replanteados y reagravados a un nivel más alto por los mecanismos de ajuste relativo que ha proporcionado la estructura ocupacional. Estos, como se ha indicado reiteradamente, parecen ser en lo esencial los siguientes: i) adaptación de las estructuras productivas, comerciales y de servicios a las nuevas condiciones (ocupación de mano de obra redundante por pequeñas y medianas empresas, artesanía, industria doméstica); ii) ‘‘sobreterciarización’’ (pseudo-terciario, terciario excesivo); iii) patrones familiares tradicionales de solidaridad y cooperación; iv) expansión de la población marginal y sub-marginal.
Estos mecanismos ejemplifican lo que parece ser una característica generalizada del proceso latinoamericano de las últimas décadas: la permeabilidad de la sociedad tradicional, nacional y urbana, que tolera la infiltración de elementos y componentes modernos, y establece así una precaria compatibilidad entre ambas esferas, situación dotada de alta explosividad pero incapaz todavía al parecer de generar la intensidad de tensiones, la multiplicación y articulación de sujetos y agentes de cambio capaces de operar una transformación profunda. El desequilibrio permanente no se convierte en replanteo radical, ni produce una alternativa válida y operante, ni un equilibrio nuevo de nivel superior. Así, las metrópolis y ciudades-primate suponen y abarcan una sociedad de masas con un alto componente de marginalidad rural y urbana. Sectores de las clases medias, y los grupos más fuertes y organizados de los trabajadores, presionan por un mayor grado de participación en los beneficios disponibles de la vida urbana e industrial, generalmente en un sentido de integración al establecimiento más que en uno de cuestionamiento. Su presión se une a la de las masas marginales, para configurar una economía orientada hacia el consumo de tipo moderno, que excede las posibilidades de una estructura productiva retaceada y de una distribución regresiva del ingreso y del poder. El peso político de las masas urbanas, determinado por su número, organización y participación inducida o espontánea en los procesos y estructuras de poder (sindicalismo politizado, experimentos desarrollistas y populistas, proliferación de fuerzas de izquierda), lleva a los gobiernos a intentar la contemporización simultánea con las necesidades y reivindicaciones populares y con los intereses de los grupos dominantes y dirigentes, por medio de políticas urbanas de parches y remiendos, en conflicto con cualquier política racional a largo plazo.
Finalmente, la urbanización excesiva respecto del grado real de desarrollo contribuye a determinar una dimensión excesiva de los principales núcleos de poblamiento, y el consiguiente aumento exponencial de necesidades y de costos de mantenimiento y expansión de las ciudades. La insuficiencia de las respuestas frente al aumento de las demandas de servicios y obras públicas (infraestructura física y social) genera un rápido deterioro del medio urbano, que se vuelve cada vez más desfavorable y destructivo para la vida individual y la colectiva, para el trabajo, la productividad, las exigencias mínimas de una vida pasablemente humana. El problema se agrava por las condiciones de tenencia concentrada y de uso incontrolado de la tierra. La concentración de la propiedad está determinada sobre todo por el sentido tradicionalista de su valoración, y por su constitución, en condiciones de inestabilidad socioeconómica y política, como bien-refugio. Ello lleva a la especulación desenfrenada, al acaparamiento sin intención de edificar o de dar destino determinado, a la utilización prematura e inadecuada, a la localización anárquica, al loteo irracional, a los usos mezclados o antagónicos, a la desorganización y derroche del espacio urbano, al encarecimiento de servicios.
La gran ciudad latinoamericana se caracteriza así por la violencia y el desorden de su expansión demográfica y física. Crece irregularmente, se hipertrofia sin dirección, combina la excesiva densidad con la falta de verdaderos centros, de estructura y de identidad. Las densidades poblacionales excesivas coexisten con las insuficientes. La dispersión refuerza el continuo aumento del costo de bienes y servicios por persona atendida. La urbanización no modifica ni destruye las fuerzas y las estructuras del atraso; se integra en ellas y las refuerza.
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