El Conflicto con Chile y La Guerra de Malvinas
Videla y Viola debieron ocuparse en 1978 de la conflictiva relación con Chile. En efecto, a raíz del acuerdo de arbitraje firmado en 1971 por el gobierno de Lanusse, la solución de la disputa por la posesión de las islas en el canal Beagle quedó en manos de una corte Arbitral integrada por cinco jueces del Tribunal Internacional de La Haya, presididos por Su Majestad Británica. En 1977, esta Corte adjudicó a Chile las islas Picton, Lennox y Nueva, debido a sus mejores títulos de posesión y al hecho de que Chile ocupa las islas desde 1900 aproximadamente.
En la Argentina, donde el sentimiento de que "somos un país perdedor" en las disputas de límites forma parte de una ideología nacionalista muy arraigada, se culpó del fallo adverso a los británicos, nuestros adversarios históricos. Dicha ideología tiene en cuenta solamente los reclamos nacionales insatisfechos e ignora las frustraciones de la otra parte (muchos chilenos, por caso, afirman que el general Roca les arrebató la Patagonia).
En ese clima se desarrolló el conflicto por el Beagle. Entre los militares, la simpatía respetuosa y la complicidad con el régimen del presidente chileno Pinochet se trocarían en un odio profundo. Pronto se definieron dos actitudes con respecto a los pasos a dar: palomas (blandos) y halcones (duros). Los primeros eran partidarios de defender los derechos argentinos sobre el Océano Atlántico que quedaban vulnerados por el fallo, declarar la nulidad de éste y continuar armándose para inspirar respeto, pero en ningún caso consideraban conveniente una guerra con el país vecino. Los halcones querían no sólo no aflojar, sino que consideraban beneficiosa la guerra en sí misma.
El sector blando estaba encabezado por los generales Viola y Videla quienes contaban con apoyo del personal de carrera de la Cancillería y de la jerarquía de la Iglesia Católica. Los duros eran Massera (ya retirado del servicio activo), la cúpula de la Marina que le respondía y los jefes del Primer Cuerpo de Ejército, general Suárez Mason, y del Tercer Cuerpo, general Menéndez, quien afirmaba que era una pérdida de tiempo seguir charlando con los chilenos.
La arrogancia de los jefes de los halcones tenía al presidente Videla a maltraer. Su entrevista con Pinochet en Puerto Montt (febrero del 78) fue considerada por éstos como una señal de debilidad del dictador argentino frente a su colega chileno. "¡Se acabó el tiempo de las palabras!" advirtió Massera, vigilante, desde una ciudad del sur.
Las tensiones fronterizas se prolongaron a lo largo del año. También en Chile había halcones y palomas, pero el mando estaba unificado en Pinochet. Por otra parte, el Laudo Arbitral conformaba a las expectativas nacionales.
Entre tanto de un lado y del otro de la cordillera se compraban armamentos e insumos militares que incluían las bolsas de plástico destinadas a los muertos en combate. Se preveían alrededor de 20.000 bajas en las primeras acciones bélicas. Con las costas y los campos fronterizos minados y el oscurecimiento preventivo de las ciudades, argentinos y chilenos se preparaban para "una buena guerra".
La tensión llegó a su grado máximo el 22 de diciembre de 1978: la orden de atacar las posiciones chilenas en la zona del Beagle estaba a punto de darse; las columnas del Ejército y los efectivos de la Armada avanzaban sobre la región sur en ómnibus, aviones de línea y transportes navales. Casi milagrosamente, en el día fijado para comenzar las hostilidades del Operativo Rosario el presidente Videla anunció que el papa Juan Pablo II ofrecía su mediación en el conflicto. Un legado pontificio, el cardenal Samoré, viajaría de inmediato a la Argentina y a Chile.
Este anuncio era el fruto de una serie de angustiosas gestiones del nuncio papal en Buenos Aires, monseñor Pío Laghi, del embajador norteamericano y del personal de la cancillería argentina. El presidente de los Estados Unidos James Carter y el Papa fueron impuestos de la gravedad de la situación con el aval de Videla, contrario a la guerra pero temeroso de que si cedía sus camaradas lo desplazarían del poder. Poco después ambas partes se reunieron en Montevideo y aceptaron la mediación.
Sin embargo no se llegó a una solución definitiva de la cuestión del Beagle. Todo quedó en suspenso debido a que la propuesta papal, anunciada en 1980, entregaba a Chile las islas en disputa y frustraba nuevamente las expectativas argentinas. La resolución del conflicto se postergó y el clima probélico se reinstaló, junto con los inevitables incidentes fronterizos y las compras de armas efectuadas al margen de lo estipulado en el Acta de Montevideo.
El almirante Eduardo Emilio Massera dependía para su proyecto político del lugar de la Armada en el esquema de poder de la Junta Militar. Desde que ocupó la jefatura del arma todavía en vida de Perón (1973) se había empeñado en lograr más presupuesto para la Marina y en asegurarse la división tripartita del mando en 1976. Esperaba la oportunidad propicia para ser presidente constitucional: como Perón en el 46, heredaría al Proceso.
Una vez retirado de la fuerza, en 1978, Massera desplegó una estrategia novedosa: propuso una amnistía y que se dieran a conocer las listas de desaparecidos y criticó la política económica de Martínez de Hoz por ineficaz y elitista. Entre sus colaboradores había oficiales de la Armada, políticos y ex Montoneros.
El aniquilamiento de esta organización subversiva había sido obra de la Marina que formó a ese efecto sus tristemente célebres grupos de tareas, a cargo del Jorge "El Tigre" Acosta, Alfredo Astiz y otros más. Ellos detectaban a los guerrilleros moralmente "quebrados" y dispuestos a colaborar para salvar la vida y poder marcharse al exterior. Las propuestas de raíz nacionalista que defendió la Marina hacia 1980 provenían en parte de esa extraña mezcla de ideologías y de personas gestada en las cárceles clandestinas. La guerra con Chile era uno de sus posibles objetivos y, cuando este proyecto fracasó, se apuntó a la recuperación de las Malvinas.
El grupo masserista utilizó el sistema represivo de la muerte o desaparición de personas para lograr su objetivo, como en los casos de Hidalgo Solá, de las bombas contra los funcionarios de Videla que preparaban una salida política y de la diplomática Elena Holmberg; cuyo cadáver apareció en la costa del río de la Plata.
El caso Holmberg ocurrió en diciembre del 78; cuando la diplomática, destinada en París, se aprestaba a denunciar a la prensa francesa las intrigas entre Massera y un sector de Montoneros. El crimen de quien pertenecía a las familias de la clase alta tradicional se adjudicó a los esbirros del almirante y contribuyó a desprestigiarlo.
En marzo de 1981 Viola reemplazó a Videla en la presidencia de la Nación. Los analistas políticos de moda aplaudieron "la admirable precisión" con que el régimen militar había solucionado el arduo problema de la sucesión en vez de enredarse en conflictos palaciegos.
El general Roberto Viola ofrecía una imagen más civil que la de su antecesor, acorde con cierto clima de distensión que se percibía hacia 1980. Ojeroso; de voz ronca, parco en sus declaraciones, vestía ropa de calle, hablaba de fútbol y conversaba con políticos. Viola nombró civiles con un lejano compromiso político partidario en su gabinete y en seis gobiernos provinciales. Pero en las empresas del Estado y en los entes autárquicos eran mayoría los generales.
Los grupos de poder económico y financiero pretendieron la continuidad de la política de Martínez de Hoz a través de la designación en el ministerio de uno de sus colaboradores. El jefe del Ejército, general Galtieri, participaba de esta idea. Pero Viola se impuso y correspondió a Lorenzo Sigaut. aplicar la drástica corrección de la economía y, desvalorizar el peso que se encontraba sobrevaluado. Los 28.000 millones de dólares de la deuda externa heredada de la gestión Martínez de Hoz obligaban a un manejo cuidadoso de la cuestión cambiaria.
Comenzaba en el mundo la crisis de la deuda. La política monetaria argentina se venía sosteniendo a base del crédito internacional barato que abundaba en los mercados mundiales después de la crisis del petróleo. Pero en la década del ochenta el crédito se encareció. Por otra parte; el presidente norteamericano Ronald Reagan y la primera ministra británica Margaret Thatcher habían enterrado el pensamiento de Keynes y vuelto a la ortodoxia monetarista. Empezó a advertirse entonces que los países en desarrollo se habían endeudado por encima de sus posibilidades.
Esta nueva realidad financiera contribuyó a desgastar al débil gobierno de Viola. Que Sigaut anunciara "el que apuesta al dólar pierde”, poco antes de una importante devaluación, fue ridiculizado hasta el cansancio. La "corrida" hacia el dólar resultó imparable. La moneda argentina perdió en un año el 80% de su valor. Desgastado, con problemas cardíacos v sin apoyo del jefe del Ejército, Viola se internó en el Hospital Militar. Su imagen pública no difería mucho de la de Isabelita, y en el mejor de los casos de la de Levingston cuando se enfrentó a Lanusse.
Hacia 1981, en plena crisis económica y con una pésima imagen en el exterior, la dictadura argentina había perdido toda oportunidad de hacer una propuesta política exitosa. Es cierto que abrigó en su momento el proyecto de formar un Movimiento de Opinión Nacional (MON) que le asegurara la sucesión. Si los deberes estaban bien hechos, como suponía este análisis, cabría ir dando participación progresiva a los civiles en el gobierno tal como lo hacía la dictadura brasileña con apreciable éxito. Se pensaba en dos turnos presidenciales más y en que la institucionalización se haría lentamente: primero las intendencias, luego las provincias y por último el gobierno nacional. Habría un nuevo partido, el MON, y elites que se entrenarían de a poco, como lo proponía el analista Mariano Grondona.
Debates internos, pasividad y, lo que es más probable, la conciencia íntima de que el esquema propuesto no tenía justificación histórica, dejó para otra oportunidad al MON. Y en su lugar reaparecieron los políticos radicales, peronistas, midistas, intransigentes, democristianos y socialistas que se nuclearon en la Multipartidaria y reclamaron que se llamara a elecciones. Poco después, en setiembre de 1981. falleció BaIbín. El presidente de la UCR moría respetado por todo el espectro político; incluidos los frondicistas con quienes se había reconciliado poco antes.
En ese marco inquietante para el futuro del Proceso, el jefe del Ejército maniobró para desplazar a Viola. Galtieri, un general "de figura majestuosa" (así lo describieron en Washington), buen bebedor, bastante rudimentario e impulsivo pero con cierto carisma marcial, ofrecía una imagen más fuerte que la del debilitado Viola. Advirtió con claridad que no se daría un "salto al vacío" mediante una apertura política indiscriminada y que no se revisaría lo actuado durante el Proceso.
Los grupos de poder económico disconformes con Viola se sumaron al plan. El compromiso era designar a un economista ortodoxo, Roberto Alemann, para retomar la política de "achicar el Estado para agrandar la Nación", como decía un difundido slogan de aquellos años".
En diciembre de 1981, en medio del desconcierto de la ciudadanía y de las burlas de la prensa extranjera, Galtieri juró el cargo de presidente de la Nación. Las pocas revistas opositoras (Redacción, Humor) titularon sus ejemplares con referencias al "ocaso" y al "naufragio" del Proceso.
Galtieri conservó la jefatura del arma. Contaba con la buena voluntad del jefe de la Armada, almirante Jorge Isaac Anaya, quien era un nacionalista fervoroso. Ambos querían revertir el rumbo decadente del Proceso mediante una acción de guerra. Galtieri prefería retomar el proyecto del Beagle, para lo cual se había mostrado agresivo en relación con Chile y postergado la respuesta a la mediación papal. Pero para congraciarse con el almirante Anaya, se ofreció a poner en marcha el proyecto de recuperación de las islas Malvinas que era prioridad para la Marina de Guerra.
Desde la escuela primaria; el niño argentino aprende la historia de la pérdida de las islas Malvinas a manos de los ingleses. El ejemplo de la toma de las Malvinas resulta el símbolo más simple y claro de los agravios infligidos a la soberanía nacional.
Así lo entendió el comando peronista encabezado por Dardo Cabo que en 1966 aterrizó en Puerto Stanley, capital de las "Falkland" en una "mini" invasión que fue mirada con simpatía en la Argentina. Pero en 1976 Dardo Cabo había muerto a manos de los militares. Sin embargo su proyecto respecto de Malvinas tuvo una sorprendente continuidad.
El plan elaborado por la Armada consistía en presionar a los británicos para salir de una negociación diplomática que se arrastraba desde hacía años. En 1971 el gobierno argentino fue autoriza do a mantener un servicio de vuelos a las islas, pero sin que se avanzara en materia de soberanía. Explica Virginia Gamba que una de las razones del interés de la Armada en el Operativo Malvinas era el deseo de ampliar la esfera de influencia argentina hacia la Antártida, elemento fundamental en su enfoque geopolítico.
Había que compensar el giro negativo de la mediación papal en el Beagle con un hecho brillante: una ocupación pacífica que no diera lugar a derramamiento de sangre ni a protestas de los británicos. Notas periodísticas publicadas en Buenos Aires, marzo del 82, adelantaban los detalles del Operativo Malvinas. Pero los ingleses no entendieron estas "señales de guerra"".
La Junta había recabado la opinión del canciller, el doctor Nicanor "Canoro" Costa Méndez, un nacionalista "aggiornado", ex ministro de Onganía. Costa Méndez consideró que la coyuntura internacional era favorable.
Quienes analizaban la estrategia a seguir partían de dos supuestos. Uno era que contarían con la protección norteamericana como retribución a la política anticomunista de la Junta, la cual colaboraba con Estados Unidos en Centroamérica contra el gobierno izquierdista nicaragüense". Esto había permitido que se reanudara la asistencia de Washington a las Fuerzas Armadas argentinas, interrumpida por la administración Carter en 1977 debido a las denuncias sobre violaciones a los derechos humanos. Se creyó incluso que el secretario para Asuntos Latinoamericanos del presidente Reagan ofrecía a la Cancillería una suerte de "luz verde" en caso de invasión". El otro supuesto era que Londres no tenía verdadero interés en las Malvinas. De modo que en ningún caso se previó una reacción militar.
Un confuso incidente se produjo en marzo del 82 en las islas Georgias del Sur, donde hay una base militar británica. La presencia; con pretextos banales, de un destacamento argentino de infantería de Marina dio lugar a nerviosas gestiones diplomáticas; declaraciones y, pedidos de informes en la Cámara de los Comunes de Londres.
Entre tanto la opinión argentina estaba pendiente de otras cuestiones. El salario había caído en un 25% como consecuencia de las duras medidas de ajuste adoptadas para frenar la inflación y la gente comenzaba a protestar con menos miedo. El 30 de marzo una manifestación convocada por el sindicalista Ubaldini y la CGT, que se dirigía a la Plaza de Mayo, fue reprimida por la policía. Hubo heridos, corridas y un clima de alta tensión, además de un muerto en los disturbios ocurridos en Mendoza.
Los acontecimientos se precipitaron. El 2 de abril se anunció en Buenos Aires que la Argentina había ocupado la capital de las islas Malvinas, rebautizada Puerto Argentino. La única víctima fa tal del Operativo Rosario era un oficial de la Armada. El anuncio tuvo gran repercusión popular. Como en respuesta a un hecho largamente esperado, una multitud se movilizó en dirección a la Casa Rosada. El general Galtieri salió al balcón y saludó al pueblo.
La alegría era genuina. Doce ex cancilleres apoyaron la recuperación. El ex presidente Illia izó la bandera en una guarnición militar del interior donde se encontraba: políticos, gremialistas, artistas y deportistas viajaron en un vuelo charter para acompañar al general Mario Benjamín Menéndez, el gobernador argentino designado en las islas.
Algunos suponían que si la ocupación se resolvía en forma favorable al país; los militares, una vez cumplida su misión redentora, dejarían el poder a los civiles. Otros más pesimistas imaginaban lo contrario: el éxito llevaría al partido militar a quedarse o a condicionar a su gusto la sucesión. Pero otros observadores consideraban atase la victoria argentina era imposible y que los militares habían firmado la sentencia de muerte del Proceso con una decisión estratégica errónea que era fruto de su aislamiento con relación al resto del inundo.
La foto de la rendición de la guarnición británica de Puerto Argentino recorrió las agencias de noticias internacionales. Casi de inmediato se reunió el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y dictó una Resolución que ordenaba a la Argentina retirarse de las islas. Pero no la calificó de país agresor.
Washington apoyó a Londres en esta emergencia porque era su aliado más firme en la OTAN. Hubo en Washington sólo unos pocos defensores de la Junta argentina, basados en criterios anticomunistas y anticolonialistas. Prevaleció en cambio el disgusto contra Galtieri, quien había rechazado la gestión personal del presidente Reagan para que suspendiera el Operativo. En Francia y en otros países europeos; la Junta se encontraba tan desacreditada por las violaciones a los derechos humanos que nadie estaba dispuesto a defenderla ni a entenderla.
Tampoco dio resultado la mediación del secretario de Estado norteamericano, general Alexander Haigh, ni la que emprendió el presidente del Perú. Fernando Belaúnde Terry.
La Junta ya no podía retroceder debido a la muy positiva repercusión popular de la toma de Malvinas. Sin advertirlo aún, se encontraba en un camino sin salida y sin planes defensivos del territorio ocupado. El gobierno se conformó con difundir mediante la propaganda oficial que un desembarco masivo inglés en las islas era imposible y apeló a la solidaridad popular para vestir y alimentar a los 12.000 soldados que durante el mes de abril fueron llegando al {archipiélago. Un destacamento de la Armada ocupó las Georgias del Sur.
Entre tanto, Gran Bretaña se preparaba para devolver el golpe. Una fuerza de tareas compuesta por 18.000 hombres, portaaviones, transportes y hasta submarinos atómicos, partió rumbo al Atlántico Sur. Gracias a la Junta Militar. Margaret Thatcher recuperaba su popularidad que estaba en retroceso.
Sólo los países latinoamericanos y los del Tercer Mundo justificaron la acción argentina. Por su parte Chile comenzó a brindar apoyo logístico secreto a los ingleses.
Las primeras acciones bélicas tuvieron lugar en mayo con el bombardeo de Puerto Argentino por la flota británica. El hundimiento del crucero General Belgrano en aguas del Atlántico Sur, fuera de la zona de exclusión reconocida por los ingleses, provocó 329 muertes: la "dama de hierro" no había vacilado en dar orden de torpedearlo para demostrar su voluntad de triunfar.
Las pérdidas inglesas se produjeron a consecuencia de ataques de la Fuerza Aérea y de la aviación naval argentinas, que hundieron buques de guerra de la flota enemiga. A pesar de los ataques aéreos, los ingleses desembarcaron en el estrecho de San Carlos donde se estableció una cabecera de puente. Lentamente, por senderos fangosos donde los vehículos se atascaban, las tropas británicas avanzaron en dirección a Puerto Argentino. El encuentro más sangriento de ambas fuerzas fue en Pradera del Ganso. Allí perecieron en combate más de 200 soldados del regimiento de Corrientes.
El conflicto del Atlántico Sur ponía en evidencia la desigualdad de equipamiento y de entrenamiento de unos v otros. La organización interna de los argentinos se caracterizaba por el confuso sistema de mando, dividido en tres armas, cada una con su propio sistema logístico y enfrentadas entre sí. En tales condiciones, la resistencia se reveló imposible.
Por otra parte la presencia del canciller Costa Méndez en La Habana, para una reunión del Movimiento de los Países No Alineados, de tendencia tercermundista, dividió a la opinión militar argentina. La Fuerza Aérea temía que como consecuencia de la guerra con los ingleses, la Argentina ingresara en el bloque de países prosoviéticos. Ésta era la amenaza que formulaba Galtieri a quien quisiera escucharlo. Ratificaba asimismo que no se rendiría:
"Tengo 400 muertos y si es necesario para salvaguardar el orgullo razonable (...) Argentina está dispuesta a ofrecer 40.000 o más muertos (...) vio va a arriar la bandera, ni a levantar bandera blanca"".
El 14 de junio, diez semanas después de la toma de las islas, el general Menéndez se rendía al general Moore, mientras en Buenos Aires, Galtieri, ajeno a las órdenes insensatas que había dado, pretendía seguir la lucha y, de ser posible, mantenerse también en la presidencia.
La derrota implicó un ajuste de cuenta para los militares. Manifestantes enfurecidos tiraron monedas e insultaron a la Junta frente a la Casa de Gobierno al grito de "los chicos murieron, los jefes los vendieron" y "se va a acabar, se va acabar, la dictadura militar".
Durante la guerra de Malvinas empezó a manejarse el término kelper, aplicado al habitante nativo de las islas Falklands que era legalmente un ciudadano de segunda con relación a los ingleses de las islas británicas. Cuando los conscriptos argentinos que fueron convocados a servir en el escenario de la lucha volvieron a casa, se los desembarcó en forma silenciosa en previsión de disturbios. Empezó entonces a difundirse en la población civil la idea de que los verdaderos kelpers eran los ciudadanos argentinos, sin derechos cívicos, víctimas de la ilegalidad, llevados como niños a una guerra insensata aunque su objetivo fuera justo.
En las ciudades y en los pueblos alejados, en los remotos ranchos de donde provenían la mayoría de los "chicos de la guerra", cuya edad promedio era de 18 años, la gente empezó a dialogar y, a compartir experiencias. Estas experiencias que iban del entusiasmo inicial al miedo; la desolación y el dolor, se mezclaban con las de los oficiales y soldados que se sentían defraudados luego de haber cumplido gallardamente con su deber en el lejano escenario austral.
La visita del papa Juan Pablo 11 a la Argentina, en la víspera de la rendición, resultó un nuevo vínculo entre el país y el mundo y una forma de recuperar la noción de paz. Había mejor disposición ahora para entender el absurdo de la guerra. Borges expresó ese sentimiento en "Juan López y, John Ward", poema publicado en el sórdido invierno del 82, cuando a la derrota militar se agregó la crisis de la deuda externa.
Al dolor por las consecuencias de esta guerra externa se sumó el de miles de familias argentinas que lloraban en silencio a las víctimas de la represión ilegal. Desde 1977, un grupo de madres dedetenidos y desaparecidos, cansadas de reclamar en oficinas y cuarteles por la suerte de sus seres queridos, decidió protestar todos los . jueves alrededor de la pirámide de la Plaza de Mayo. Desfilaban dando vueltas en silencio, con la cabeza cubierta por un pañuelo blanco. Las Madres de Plaza de Mayo se convirtieron en el emblema de los kelpers argentinos privados de sus derechos cívicos. Por su parte, las Abuelas de Plaza de Mayo centraban su labor en el esclarecimiento de los casos de hijos de desaparecidos nacidos en el cautiverio y entregados en adopción con su documentación cambiada. A ese respecto, cabe consignar que a mediados del año 2000 se encontraban abiertos procesos judiciales por la apropiación de dichos menores, bajo la interpretación de que tales hechos no fueron incluidos en las leyes de Punto Final y Obediencia Debida (1987) ni en los indultos (1990).
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En la Argentina, donde el sentimiento de que "somos un país perdedor" en las disputas de límites forma parte de una ideología nacionalista muy arraigada, se culpó del fallo adverso a los británicos, nuestros adversarios históricos. Dicha ideología tiene en cuenta solamente los reclamos nacionales insatisfechos e ignora las frustraciones de la otra parte (muchos chilenos, por caso, afirman que el general Roca les arrebató la Patagonia).
En ese clima se desarrolló el conflicto por el Beagle. Entre los militares, la simpatía respetuosa y la complicidad con el régimen del presidente chileno Pinochet se trocarían en un odio profundo. Pronto se definieron dos actitudes con respecto a los pasos a dar: palomas (blandos) y halcones (duros). Los primeros eran partidarios de defender los derechos argentinos sobre el Océano Atlántico que quedaban vulnerados por el fallo, declarar la nulidad de éste y continuar armándose para inspirar respeto, pero en ningún caso consideraban conveniente una guerra con el país vecino. Los halcones querían no sólo no aflojar, sino que consideraban beneficiosa la guerra en sí misma.
El sector blando estaba encabezado por los generales Viola y Videla quienes contaban con apoyo del personal de carrera de la Cancillería y de la jerarquía de la Iglesia Católica. Los duros eran Massera (ya retirado del servicio activo), la cúpula de la Marina que le respondía y los jefes del Primer Cuerpo de Ejército, general Suárez Mason, y del Tercer Cuerpo, general Menéndez, quien afirmaba que era una pérdida de tiempo seguir charlando con los chilenos.
La arrogancia de los jefes de los halcones tenía al presidente Videla a maltraer. Su entrevista con Pinochet en Puerto Montt (febrero del 78) fue considerada por éstos como una señal de debilidad del dictador argentino frente a su colega chileno. "¡Se acabó el tiempo de las palabras!" advirtió Massera, vigilante, desde una ciudad del sur.
Las tensiones fronterizas se prolongaron a lo largo del año. También en Chile había halcones y palomas, pero el mando estaba unificado en Pinochet. Por otra parte, el Laudo Arbitral conformaba a las expectativas nacionales.
Entre tanto de un lado y del otro de la cordillera se compraban armamentos e insumos militares que incluían las bolsas de plástico destinadas a los muertos en combate. Se preveían alrededor de 20.000 bajas en las primeras acciones bélicas. Con las costas y los campos fronterizos minados y el oscurecimiento preventivo de las ciudades, argentinos y chilenos se preparaban para "una buena guerra".
La tensión llegó a su grado máximo el 22 de diciembre de 1978: la orden de atacar las posiciones chilenas en la zona del Beagle estaba a punto de darse; las columnas del Ejército y los efectivos de la Armada avanzaban sobre la región sur en ómnibus, aviones de línea y transportes navales. Casi milagrosamente, en el día fijado para comenzar las hostilidades del Operativo Rosario el presidente Videla anunció que el papa Juan Pablo II ofrecía su mediación en el conflicto. Un legado pontificio, el cardenal Samoré, viajaría de inmediato a la Argentina y a Chile.
Este anuncio era el fruto de una serie de angustiosas gestiones del nuncio papal en Buenos Aires, monseñor Pío Laghi, del embajador norteamericano y del personal de la cancillería argentina. El presidente de los Estados Unidos James Carter y el Papa fueron impuestos de la gravedad de la situación con el aval de Videla, contrario a la guerra pero temeroso de que si cedía sus camaradas lo desplazarían del poder. Poco después ambas partes se reunieron en Montevideo y aceptaron la mediación.
Sin embargo no se llegó a una solución definitiva de la cuestión del Beagle. Todo quedó en suspenso debido a que la propuesta papal, anunciada en 1980, entregaba a Chile las islas en disputa y frustraba nuevamente las expectativas argentinas. La resolución del conflicto se postergó y el clima probélico se reinstaló, junto con los inevitables incidentes fronterizos y las compras de armas efectuadas al margen de lo estipulado en el Acta de Montevideo.
El almirante Eduardo Emilio Massera dependía para su proyecto político del lugar de la Armada en el esquema de poder de la Junta Militar. Desde que ocupó la jefatura del arma todavía en vida de Perón (1973) se había empeñado en lograr más presupuesto para la Marina y en asegurarse la división tripartita del mando en 1976. Esperaba la oportunidad propicia para ser presidente constitucional: como Perón en el 46, heredaría al Proceso.
Una vez retirado de la fuerza, en 1978, Massera desplegó una estrategia novedosa: propuso una amnistía y que se dieran a conocer las listas de desaparecidos y criticó la política económica de Martínez de Hoz por ineficaz y elitista. Entre sus colaboradores había oficiales de la Armada, políticos y ex Montoneros.
El aniquilamiento de esta organización subversiva había sido obra de la Marina que formó a ese efecto sus tristemente célebres grupos de tareas, a cargo del Jorge "El Tigre" Acosta, Alfredo Astiz y otros más. Ellos detectaban a los guerrilleros moralmente "quebrados" y dispuestos a colaborar para salvar la vida y poder marcharse al exterior. Las propuestas de raíz nacionalista que defendió la Marina hacia 1980 provenían en parte de esa extraña mezcla de ideologías y de personas gestada en las cárceles clandestinas. La guerra con Chile era uno de sus posibles objetivos y, cuando este proyecto fracasó, se apuntó a la recuperación de las Malvinas.
El grupo masserista utilizó el sistema represivo de la muerte o desaparición de personas para lograr su objetivo, como en los casos de Hidalgo Solá, de las bombas contra los funcionarios de Videla que preparaban una salida política y de la diplomática Elena Holmberg; cuyo cadáver apareció en la costa del río de la Plata.
El caso Holmberg ocurrió en diciembre del 78; cuando la diplomática, destinada en París, se aprestaba a denunciar a la prensa francesa las intrigas entre Massera y un sector de Montoneros. El crimen de quien pertenecía a las familias de la clase alta tradicional se adjudicó a los esbirros del almirante y contribuyó a desprestigiarlo.
En marzo de 1981 Viola reemplazó a Videla en la presidencia de la Nación. Los analistas políticos de moda aplaudieron "la admirable precisión" con que el régimen militar había solucionado el arduo problema de la sucesión en vez de enredarse en conflictos palaciegos.
El general Roberto Viola ofrecía una imagen más civil que la de su antecesor, acorde con cierto clima de distensión que se percibía hacia 1980. Ojeroso; de voz ronca, parco en sus declaraciones, vestía ropa de calle, hablaba de fútbol y conversaba con políticos. Viola nombró civiles con un lejano compromiso político partidario en su gabinete y en seis gobiernos provinciales. Pero en las empresas del Estado y en los entes autárquicos eran mayoría los generales.
Los grupos de poder económico y financiero pretendieron la continuidad de la política de Martínez de Hoz a través de la designación en el ministerio de uno de sus colaboradores. El jefe del Ejército, general Galtieri, participaba de esta idea. Pero Viola se impuso y correspondió a Lorenzo Sigaut. aplicar la drástica corrección de la economía y, desvalorizar el peso que se encontraba sobrevaluado. Los 28.000 millones de dólares de la deuda externa heredada de la gestión Martínez de Hoz obligaban a un manejo cuidadoso de la cuestión cambiaria.
Comenzaba en el mundo la crisis de la deuda. La política monetaria argentina se venía sosteniendo a base del crédito internacional barato que abundaba en los mercados mundiales después de la crisis del petróleo. Pero en la década del ochenta el crédito se encareció. Por otra parte; el presidente norteamericano Ronald Reagan y la primera ministra británica Margaret Thatcher habían enterrado el pensamiento de Keynes y vuelto a la ortodoxia monetarista. Empezó a advertirse entonces que los países en desarrollo se habían endeudado por encima de sus posibilidades.
Esta nueva realidad financiera contribuyó a desgastar al débil gobierno de Viola. Que Sigaut anunciara "el que apuesta al dólar pierde”, poco antes de una importante devaluación, fue ridiculizado hasta el cansancio. La "corrida" hacia el dólar resultó imparable. La moneda argentina perdió en un año el 80% de su valor. Desgastado, con problemas cardíacos v sin apoyo del jefe del Ejército, Viola se internó en el Hospital Militar. Su imagen pública no difería mucho de la de Isabelita, y en el mejor de los casos de la de Levingston cuando se enfrentó a Lanusse.
Hacia 1981, en plena crisis económica y con una pésima imagen en el exterior, la dictadura argentina había perdido toda oportunidad de hacer una propuesta política exitosa. Es cierto que abrigó en su momento el proyecto de formar un Movimiento de Opinión Nacional (MON) que le asegurara la sucesión. Si los deberes estaban bien hechos, como suponía este análisis, cabría ir dando participación progresiva a los civiles en el gobierno tal como lo hacía la dictadura brasileña con apreciable éxito. Se pensaba en dos turnos presidenciales más y en que la institucionalización se haría lentamente: primero las intendencias, luego las provincias y por último el gobierno nacional. Habría un nuevo partido, el MON, y elites que se entrenarían de a poco, como lo proponía el analista Mariano Grondona.
Debates internos, pasividad y, lo que es más probable, la conciencia íntima de que el esquema propuesto no tenía justificación histórica, dejó para otra oportunidad al MON. Y en su lugar reaparecieron los políticos radicales, peronistas, midistas, intransigentes, democristianos y socialistas que se nuclearon en la Multipartidaria y reclamaron que se llamara a elecciones. Poco después, en setiembre de 1981. falleció BaIbín. El presidente de la UCR moría respetado por todo el espectro político; incluidos los frondicistas con quienes se había reconciliado poco antes.
En ese marco inquietante para el futuro del Proceso, el jefe del Ejército maniobró para desplazar a Viola. Galtieri, un general "de figura majestuosa" (así lo describieron en Washington), buen bebedor, bastante rudimentario e impulsivo pero con cierto carisma marcial, ofrecía una imagen más fuerte que la del debilitado Viola. Advirtió con claridad que no se daría un "salto al vacío" mediante una apertura política indiscriminada y que no se revisaría lo actuado durante el Proceso.
Los grupos de poder económico disconformes con Viola se sumaron al plan. El compromiso era designar a un economista ortodoxo, Roberto Alemann, para retomar la política de "achicar el Estado para agrandar la Nación", como decía un difundido slogan de aquellos años".
En diciembre de 1981, en medio del desconcierto de la ciudadanía y de las burlas de la prensa extranjera, Galtieri juró el cargo de presidente de la Nación. Las pocas revistas opositoras (Redacción, Humor) titularon sus ejemplares con referencias al "ocaso" y al "naufragio" del Proceso.
Galtieri conservó la jefatura del arma. Contaba con la buena voluntad del jefe de la Armada, almirante Jorge Isaac Anaya, quien era un nacionalista fervoroso. Ambos querían revertir el rumbo decadente del Proceso mediante una acción de guerra. Galtieri prefería retomar el proyecto del Beagle, para lo cual se había mostrado agresivo en relación con Chile y postergado la respuesta a la mediación papal. Pero para congraciarse con el almirante Anaya, se ofreció a poner en marcha el proyecto de recuperación de las islas Malvinas que era prioridad para la Marina de Guerra.
Desde la escuela primaria; el niño argentino aprende la historia de la pérdida de las islas Malvinas a manos de los ingleses. El ejemplo de la toma de las Malvinas resulta el símbolo más simple y claro de los agravios infligidos a la soberanía nacional.
Así lo entendió el comando peronista encabezado por Dardo Cabo que en 1966 aterrizó en Puerto Stanley, capital de las "Falkland" en una "mini" invasión que fue mirada con simpatía en la Argentina. Pero en 1976 Dardo Cabo había muerto a manos de los militares. Sin embargo su proyecto respecto de Malvinas tuvo una sorprendente continuidad.
El plan elaborado por la Armada consistía en presionar a los británicos para salir de una negociación diplomática que se arrastraba desde hacía años. En 1971 el gobierno argentino fue autoriza do a mantener un servicio de vuelos a las islas, pero sin que se avanzara en materia de soberanía. Explica Virginia Gamba que una de las razones del interés de la Armada en el Operativo Malvinas era el deseo de ampliar la esfera de influencia argentina hacia la Antártida, elemento fundamental en su enfoque geopolítico.
Había que compensar el giro negativo de la mediación papal en el Beagle con un hecho brillante: una ocupación pacífica que no diera lugar a derramamiento de sangre ni a protestas de los británicos. Notas periodísticas publicadas en Buenos Aires, marzo del 82, adelantaban los detalles del Operativo Malvinas. Pero los ingleses no entendieron estas "señales de guerra"".
La Junta había recabado la opinión del canciller, el doctor Nicanor "Canoro" Costa Méndez, un nacionalista "aggiornado", ex ministro de Onganía. Costa Méndez consideró que la coyuntura internacional era favorable.
Quienes analizaban la estrategia a seguir partían de dos supuestos. Uno era que contarían con la protección norteamericana como retribución a la política anticomunista de la Junta, la cual colaboraba con Estados Unidos en Centroamérica contra el gobierno izquierdista nicaragüense". Esto había permitido que se reanudara la asistencia de Washington a las Fuerzas Armadas argentinas, interrumpida por la administración Carter en 1977 debido a las denuncias sobre violaciones a los derechos humanos. Se creyó incluso que el secretario para Asuntos Latinoamericanos del presidente Reagan ofrecía a la Cancillería una suerte de "luz verde" en caso de invasión". El otro supuesto era que Londres no tenía verdadero interés en las Malvinas. De modo que en ningún caso se previó una reacción militar.
Un confuso incidente se produjo en marzo del 82 en las islas Georgias del Sur, donde hay una base militar británica. La presencia; con pretextos banales, de un destacamento argentino de infantería de Marina dio lugar a nerviosas gestiones diplomáticas; declaraciones y, pedidos de informes en la Cámara de los Comunes de Londres.
Entre tanto la opinión argentina estaba pendiente de otras cuestiones. El salario había caído en un 25% como consecuencia de las duras medidas de ajuste adoptadas para frenar la inflación y la gente comenzaba a protestar con menos miedo. El 30 de marzo una manifestación convocada por el sindicalista Ubaldini y la CGT, que se dirigía a la Plaza de Mayo, fue reprimida por la policía. Hubo heridos, corridas y un clima de alta tensión, además de un muerto en los disturbios ocurridos en Mendoza.
Los acontecimientos se precipitaron. El 2 de abril se anunció en Buenos Aires que la Argentina había ocupado la capital de las islas Malvinas, rebautizada Puerto Argentino. La única víctima fa tal del Operativo Rosario era un oficial de la Armada. El anuncio tuvo gran repercusión popular. Como en respuesta a un hecho largamente esperado, una multitud se movilizó en dirección a la Casa Rosada. El general Galtieri salió al balcón y saludó al pueblo.
La alegría era genuina. Doce ex cancilleres apoyaron la recuperación. El ex presidente Illia izó la bandera en una guarnición militar del interior donde se encontraba: políticos, gremialistas, artistas y deportistas viajaron en un vuelo charter para acompañar al general Mario Benjamín Menéndez, el gobernador argentino designado en las islas.
Algunos suponían que si la ocupación se resolvía en forma favorable al país; los militares, una vez cumplida su misión redentora, dejarían el poder a los civiles. Otros más pesimistas imaginaban lo contrario: el éxito llevaría al partido militar a quedarse o a condicionar a su gusto la sucesión. Pero otros observadores consideraban atase la victoria argentina era imposible y que los militares habían firmado la sentencia de muerte del Proceso con una decisión estratégica errónea que era fruto de su aislamiento con relación al resto del inundo.
La foto de la rendición de la guarnición británica de Puerto Argentino recorrió las agencias de noticias internacionales. Casi de inmediato se reunió el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y dictó una Resolución que ordenaba a la Argentina retirarse de las islas. Pero no la calificó de país agresor.
Washington apoyó a Londres en esta emergencia porque era su aliado más firme en la OTAN. Hubo en Washington sólo unos pocos defensores de la Junta argentina, basados en criterios anticomunistas y anticolonialistas. Prevaleció en cambio el disgusto contra Galtieri, quien había rechazado la gestión personal del presidente Reagan para que suspendiera el Operativo. En Francia y en otros países europeos; la Junta se encontraba tan desacreditada por las violaciones a los derechos humanos que nadie estaba dispuesto a defenderla ni a entenderla.
Tampoco dio resultado la mediación del secretario de Estado norteamericano, general Alexander Haigh, ni la que emprendió el presidente del Perú. Fernando Belaúnde Terry.
La Junta ya no podía retroceder debido a la muy positiva repercusión popular de la toma de Malvinas. Sin advertirlo aún, se encontraba en un camino sin salida y sin planes defensivos del territorio ocupado. El gobierno se conformó con difundir mediante la propaganda oficial que un desembarco masivo inglés en las islas era imposible y apeló a la solidaridad popular para vestir y alimentar a los 12.000 soldados que durante el mes de abril fueron llegando al {archipiélago. Un destacamento de la Armada ocupó las Georgias del Sur.
Entre tanto, Gran Bretaña se preparaba para devolver el golpe. Una fuerza de tareas compuesta por 18.000 hombres, portaaviones, transportes y hasta submarinos atómicos, partió rumbo al Atlántico Sur. Gracias a la Junta Militar. Margaret Thatcher recuperaba su popularidad que estaba en retroceso.
Sólo los países latinoamericanos y los del Tercer Mundo justificaron la acción argentina. Por su parte Chile comenzó a brindar apoyo logístico secreto a los ingleses.
Las primeras acciones bélicas tuvieron lugar en mayo con el bombardeo de Puerto Argentino por la flota británica. El hundimiento del crucero General Belgrano en aguas del Atlántico Sur, fuera de la zona de exclusión reconocida por los ingleses, provocó 329 muertes: la "dama de hierro" no había vacilado en dar orden de torpedearlo para demostrar su voluntad de triunfar.
Las pérdidas inglesas se produjeron a consecuencia de ataques de la Fuerza Aérea y de la aviación naval argentinas, que hundieron buques de guerra de la flota enemiga. A pesar de los ataques aéreos, los ingleses desembarcaron en el estrecho de San Carlos donde se estableció una cabecera de puente. Lentamente, por senderos fangosos donde los vehículos se atascaban, las tropas británicas avanzaron en dirección a Puerto Argentino. El encuentro más sangriento de ambas fuerzas fue en Pradera del Ganso. Allí perecieron en combate más de 200 soldados del regimiento de Corrientes.
El conflicto del Atlántico Sur ponía en evidencia la desigualdad de equipamiento y de entrenamiento de unos v otros. La organización interna de los argentinos se caracterizaba por el confuso sistema de mando, dividido en tres armas, cada una con su propio sistema logístico y enfrentadas entre sí. En tales condiciones, la resistencia se reveló imposible.
Por otra parte la presencia del canciller Costa Méndez en La Habana, para una reunión del Movimiento de los Países No Alineados, de tendencia tercermundista, dividió a la opinión militar argentina. La Fuerza Aérea temía que como consecuencia de la guerra con los ingleses, la Argentina ingresara en el bloque de países prosoviéticos. Ésta era la amenaza que formulaba Galtieri a quien quisiera escucharlo. Ratificaba asimismo que no se rendiría:
"Tengo 400 muertos y si es necesario para salvaguardar el orgullo razonable (...) Argentina está dispuesta a ofrecer 40.000 o más muertos (...) vio va a arriar la bandera, ni a levantar bandera blanca"".
El 14 de junio, diez semanas después de la toma de las islas, el general Menéndez se rendía al general Moore, mientras en Buenos Aires, Galtieri, ajeno a las órdenes insensatas que había dado, pretendía seguir la lucha y, de ser posible, mantenerse también en la presidencia.
La derrota implicó un ajuste de cuenta para los militares. Manifestantes enfurecidos tiraron monedas e insultaron a la Junta frente a la Casa de Gobierno al grito de "los chicos murieron, los jefes los vendieron" y "se va a acabar, se va acabar, la dictadura militar".
Durante la guerra de Malvinas empezó a manejarse el término kelper, aplicado al habitante nativo de las islas Falklands que era legalmente un ciudadano de segunda con relación a los ingleses de las islas británicas. Cuando los conscriptos argentinos que fueron convocados a servir en el escenario de la lucha volvieron a casa, se los desembarcó en forma silenciosa en previsión de disturbios. Empezó entonces a difundirse en la población civil la idea de que los verdaderos kelpers eran los ciudadanos argentinos, sin derechos cívicos, víctimas de la ilegalidad, llevados como niños a una guerra insensata aunque su objetivo fuera justo.
En las ciudades y en los pueblos alejados, en los remotos ranchos de donde provenían la mayoría de los "chicos de la guerra", cuya edad promedio era de 18 años, la gente empezó a dialogar y, a compartir experiencias. Estas experiencias que iban del entusiasmo inicial al miedo; la desolación y el dolor, se mezclaban con las de los oficiales y soldados que se sentían defraudados luego de haber cumplido gallardamente con su deber en el lejano escenario austral.
La visita del papa Juan Pablo 11 a la Argentina, en la víspera de la rendición, resultó un nuevo vínculo entre el país y el mundo y una forma de recuperar la noción de paz. Había mejor disposición ahora para entender el absurdo de la guerra. Borges expresó ese sentimiento en "Juan López y, John Ward", poema publicado en el sórdido invierno del 82, cuando a la derrota militar se agregó la crisis de la deuda externa.
Al dolor por las consecuencias de esta guerra externa se sumó el de miles de familias argentinas que lloraban en silencio a las víctimas de la represión ilegal. Desde 1977, un grupo de madres dedetenidos y desaparecidos, cansadas de reclamar en oficinas y cuarteles por la suerte de sus seres queridos, decidió protestar todos los . jueves alrededor de la pirámide de la Plaza de Mayo. Desfilaban dando vueltas en silencio, con la cabeza cubierta por un pañuelo blanco. Las Madres de Plaza de Mayo se convirtieron en el emblema de los kelpers argentinos privados de sus derechos cívicos. Por su parte, las Abuelas de Plaza de Mayo centraban su labor en el esclarecimiento de los casos de hijos de desaparecidos nacidos en el cautiverio y entregados en adopción con su documentación cambiada. A ese respecto, cabe consignar que a mediados del año 2000 se encontraban abiertos procesos judiciales por la apropiación de dichos menores, bajo la interpretación de que tales hechos no fueron incluidos en las leyes de Punto Final y Obediencia Debida (1987) ni en los indultos (1990).
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